Otro lobo ha venido al mundo. Y ese no es más que el juicio sumarísimo al que se está sometiendo a una niña que presuntamente fue violada por una manada de hombres. Porque los lobos, esos anímales casi místicos, que se desplazan en grupo sigilosamente por encima da la nieva recién caída, son liderados por un macho y una hembra alfa que aseguran la descendencia y por tanto la supervivencia del resto. Ella y él, después los demás. Alimentarse, copular, parir, garantizar la invisibilidad del grupo, mantener calientes a los lobeznos, evitar al hombre. Con estas premisas las diferencias entre el lobo y este último se acrecientan, las barreras entre los animales y las bestias se funden, de la misma forma que un día de fiesta, de risas, de borrachera, se solapa con un portal a oscuras donde las pollas de estos mamíferos apuntan a la cabeza de un bebé recién nacido que no sabe muy bien qué es lo que está sucediendo a su alrededor.

El ruido de la calle se va tornando en silencio y las imágenes que genera el presente mutan en pasado con las imágenes del acto grabadas con el móvil. Porque así es el hombre:siempre quiere tener un recuerdo de lo vivido, mostrar esa puesta de sol al mundo y contárselo a los amigotes porque somos muy machos y además aquí tenemos las pruebas. Después llegaron los medios de comunicación, los detectives y los jueces que sentencian aquello que no se puede ver, que permanece escondido en el interior de la cabeza de esa niña que quiere olvidarlo jugando en el parque pero que vuelve a casa antes de que anochezca por miedo a ese par de ojos rojos en la oscuridad de la noche, la misma que se cierne sobre un mundo que no sabe muy bien si el hombre es un lobo para el hombre o si el lobo no se merece compartir una frase con ese ser tan terrible, tan de manada, tan fieramente letal, tan espeluznantemente nuestro.