El primer beso

De entre todas las primeras veces que hacemos algo por primera vez, hay tres que se permanecen a fuego en nuestra mente, una especie de aceite (pegado) en la parrilla de nuestra memoria del que es imposible desprenderse:

  • La primera paja —en mi caso en el camarote de un barco de vela y con mis padres y el resto de la familia comiendo cacahuetes a apenas veinte centímetros de distancia—. Olía a mar.
  • El día en que nos sacamos el carnet de conducir, casi siempre a la segunda y con un extraño tembleque en el pie del embrague que se desvanece 24 horas después de la hazaña, en mi caso totalmente injustificado porque el jefe de tráfico era tío mío y le explicó muy claramente al examinador que me hiciera aparcar en un vado de 35 metros de largo por 4 de ancho. Fue en Segovia, ciudad de chorizo y lechón.
  • El primer beso.

Éste último merece categoría aparte porque generalmente nunca sucede como teníamos planeado, llevándonos de manera inusitada al punto 2… por lo del trozo de carne en la boca.

Y es que el primer beso define la edad adulta. A partir de ese momento, tu vida cambia y generalmente para peor. La noche te rodea. Te separas del grupo de amigos con la chica de turno —se llamaba Cristina, era guapa, con voz de barítono bajo y  los ojos de Candy Candy—. Ayudas a la dama trepar por encima de la tapia del descampado frente a los recreativos «Cosmos», aprovechas para palpar algo de culo en el intento, buscas el lugar ideal rodeado de basura y cadáveres de perros vagabundos en descomposición, te acercas a la cara de ella, notas las sienes palpitando al ritmo con el que pito crece en pequeñas embestidas de sangre e intentas mover la boca como Burt Lancaster en la playa de «Aquí a la eternidad». Y piensas que es un acto muy placentero, incluso mágico, ya que abandonas tu cuerpo y te transformas en un ser con cuatro pulmones, dos corazones, una lengua. Después te despides y estás deseando repetir la experiencia… pero con otra. Y  así hasta que, muchas décadas después, cansado, reumático, neumático, lleno de achaques y vacío de experiencias vitales, cierras los ojos y vuelves a aquel momento en el que siendo niño te sentiste hombre. Y te sientes bien, incluso muy bien, a pesar de que el hombre se hizo viejo y pinta con su tembloroso dedo sobre el vaho de la ventana: Cristina, Cristina, Cristina.

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