Ninguno de los dos lo buscaba. Simplemente aparecieron en la misma salida de metro en el mismo día, a la misma hora (hora punta),  mientras cientos de miles de personas con macchiatos templados en la mano pasaban de largo y se perdían entre ruidos de pisadas sobre charcos de luz y pasillos brillantes de un amarillo casi enfermizo, irreal, marmóreo.

La luz.

Se miraron y tuvieron la sensación de quedarse solos los dos, iluminados por un templado sol colándose entre las copas de los árboles y cuyo calor les rodeaba las manos a la altura de las muñecas a modo de manopla invisible.

El hechizo.

Hablaron, intercambiaron los teléfonos y se giraron respectivamente un par de veces para ver como el otro se alejaba y era engullido por una escalera mecánica en dirección al centro de la tierra. Después, semanas más tarde, se escribieron manteniendo ciertas pautas, un ritmo inconexo entre sendos trabajos y la impresión de que a veces, y solo a veces, conocer a alguien es tan extraño como mirar la foto de un familiar que ya no vive.

Los días.

Pasan y ellos quedan, comen, se besan, pasean sobre la hierba recién plantada y se siguen buscando hasta darse cuenta que juntos son algo más que amantes, algo más que amigos, cómplices sin condena, cuchillos sobre carne que se retuerce y se mezcla hasta crear un cuerpo de dos cabezas bajo el calor del verano, del aire del otoño, de la nieve de diciembre…

Los años.

Les han hecho más fuertes, casi indestructibles. La casa, la alopecia de él, la gravidez de ella, la familia, los amigos con los que cenan y beben vino y los que chocaron contra el camión en el accidente de la A-6. 

Sus dedos se tocan una vez más. Y ya no se reconocen pero, ¿qué más da? Siguen juntos y el corazón late.