Tuviste un año, 12 meses, 365 días, 8.766 horas, 525.948 segundos y no encontraste el momento de hacer ese viaje en canoa ascendiendo el Amazonas, de llamar a esa tía con Alzheimer que te recuerda lo mucho que cuesta olvidar que, a veces, vivir es una mierda, de pensar en que estabas preparado para enterrar a Zar, tu viejo pastor alemán, pero no para enfrentarte cada tarde al silencio de una casa que no ladra al abrir la puerta, de trabajar hasta las cinco para tener tiempo de ir a clase de Zumba, Pilates, Yoga Kundalini, Cross- Fit y Salsation, ir a la sauna, ducharte, hacerte una paja en el baño del gimnasio, secarte el pelo con secador, notar el aire frío de la calle en tus mejillas y tomarte unas cervezas con los compañeros, de comprarle a tu madre ese libro de una tal Joan Didion del que siempre habla pero que no venden en la librería de su ciudad, de apuntarte a clases de inglés porque esta lengua es el futuro, de pasarte al veganismo y mirar con desprecio a los que van al McDonalds, de terminar tu libro, ese que editarás tú mismo y que regalarás a los amigos que por supuesto no leerán nunca, que tuviste la oportunidad de pedirle el número de teléfono pero al final no había papel en el baño, de vivir con menos, de respirar más, de enviarle un mensaje a Pablo, que lo está pasando muy mal en Albacete, pero claro, con tanto trabajo acumulado lo que te apetece es apagar el móvil, un vino y a dormir, de leer la Biblia, de plantar tulipanes en el jardín, de tatuarte un tribal en el hombro, de hacerte miembro de Acnur, de comprar condones y tenerlos a mano en la mesilla, de lavarte los dientes después de cada comida, de cambiar de trabajo, de ser mejor persona, de…
Ahora ya da igual. Tienes el 2018 en blanco para no volver a hacerlo.