Haz la prueba. Saca la botella escarchada de la nevera, desplázate como una anguila hasta el comedor, da un par de pasos de trapero sobre la alfombra de piel de oso, junta las caderas al pino repleto de bolas de colores, alza ese objeto Made in Champagne, monsieur, a la altura de la cabeza y apunta a los asistentes con cara de «tranquilos, esto lo tengo controlado». Entonces la abuela cerrará los ojos con todas sus fuerzas (su almendra será una enorme arruga) y se preparará para ese último viaje a hombros de San José de Cupertino (que ostenta el récord de levitaciones), tu madre se esconderá detrás del sillón y sacará una servilleta sujeta por un langostino a modo de bandera blanca, tu hermano Pascual seguirá dándole al vino pero con su mano y dedos libres adquiriendo la forma de la sombra de un perro sobre los ojos y entonces, en ese momento exacto, sentirás el poder del que genera miedo en los otros, terror.
De hecho se trata de un miedo tan profundamente humano que tú mismo piensas en las probabilidades de que el corcho rebote contra la lampara de araña del techo, continúe su trayectoria imparable hasta el piano, roce levemente las teclas 24, 27 y 28 que se corresponden con el DO, el FA y el SOL, las tres primeras notas de «La Marsellesa», dé un par de vueltas de campana, corte dos o tres cabezas por el camino (por favor, que alguna de ellas sean las de tu cuñada malagueña y su puto bulldog francés que se ha meado en el pasillo) y termine aterrizando en tu ojo bueno o en tu sien mala. Lo mismito que le pasó a Dingxiang Loeng cuando celebraba su tercer billón.
Y es que la física y las estadísticas no mienten y los corchos se desplazan a noventa kilómetros en el aire de la Navidad, matan a más gente que las picaduras de serpientes venenosas y siempre nos recuerdan que cualquier cosa en exceso es mala, demasiado champagne es bueno y el tapón es un hijo de puta muy chiquitito.
Feliz corcho.