No hay nadie a quien no le guste la nieve. Es un hecho. Niños con gorros de lana, esquimales, osos pardos a punto de dormirse, palmeras, Pablo Escobar y Maradona…Todos se quedan detrás de la ventana con los ojos abiertos de par en par y siguen la trayectoria de los copos que se deslizan en trineo sobre corrientes de aire. En silencio. Porque si hay algo que acompaña al paisaje que se va cubriendo de blanco, al coche rojo transformándose en iglú, al río con aspecto de culebra helada y que cruje ligeramente bajo la cuchilla de unos viejos patines, es que el ruido se detiene, el ritmo de la vida desciende al tiempo que el mundo gira en un silencio etéreo, esperado, inmaculado, logrando que los golpes duelan menos, que eso que se ve ahí fuera sea más comprensible, menos raro.
Papá, ¿qué es la nieve?
Y el padre no sabe qué contestar y señala hacia el cielo porque de ahí tiene que venir y hasta aquí abajo llega por culpa de la fuerza de gravedad, posándose en su lugar exacto, en una boca abierta, en una palma extendida, en tu nariz, en el pelo de Teresa, en el tejado de la casa de campo.
Nieve, luna, flores, estrellas de hielo.
Y alguien aprieta el gatillo pero el disparo no se oye. Y mientras tanto la nieve cae sobre la nieve, la sal sobre el camino y la herida. Y estamos en paz a no ser que lleves atrapado 15 horas en la carretera de la Coruña.
Para mi madre.