Poco a poco, la realidad, nuestra realidad, esa existencia verdadera de alguien, la tuya, la mía, la de Angelina Jolie, da igual de quien hablemos, va siendo limitada por los márgenes de la «otra» realidad, esa que se desarrolla entre servidores, cables de fibra y dispositivos múltiples que permiten realizar cualquier acción en cualquier momento. Lo que en principio parecía una convivencia triangular entre dos mundos, basada en la utilidad y el intercambio de servicios, acaba convirtiéndose en una transición radical hacia algo que vibra, que late, que es igual de real pero que es percibido de manera virtual: tienes un orgasmo y borras la conversación del teléfono, inviertes en Bolsa y lo haces comprando criptomoneda tan volátil que ni siquiera tiene una expresión física (véase una piscina de dinero) en la que regodearse. ¿Quieres estar en la onda y enterarte de lo que sucede?, tienes que estar en Instagram, comentar en él, vivir en su interior.
El futuro ya no es una pantalla de alta resolución con fondo de ventana abierta frente a un acantilado bañado por el océano azul océano. No. Eso es el presente, tu mundo, mi realidad, la tuya, la misma que gana terreno a las cuestiones del barro, de los fluidos, de los billetes de 50 con forma de turulo, del espejo que devuelve una imagen sin edulcorar, sin caras retocadas, de cuerpos flácidos y necesitados de alguien que respire muy cerca, de sentir el calor de un aliento que, a una velocidad proporcional a la corriente eléctrica, la sección del cable y la densidad del mar de electrones, traduce las palabras en logaritmos, los deseos en un correo no deseado, y nuestros corazones en islas con desfibriladores incorporados.