Emilio y José son gemelos, de buen paquete, tan absolutamente intercambiables como insustituibles en la baldosa que ocupan en la Gran Vía desde hace quince años. Los hermanos, jevis, calvos con melena, portadores de anillos pentagonales y cinturones bélicos y del Atleti, representan un mundo sin luces de neón rosas y azules, sin zapatillas de lengüetas y sin esa impostura obtenida a base de retoques de Photoshop y Snapseed; tienen la mirada triste porque hay razones para estarlo. Y es que ellos, más célebres que el oso y el madroño, son testigos de primera mano del proceso de impersonalización del centro, el mismo que nos lleva a creer que Madrid, Nueva York, Londres podrían ser, en realidad, Nueva Madrid, Londyork y Madres porque ya no albergan elementos humanos, incuantificables, vivos, de esos que no se alimentan únicamente de electricidad y el flujo de las cajas registradoras.
Ellos dos, José y Emilio, fueron a protestar por el cierre de Madrid Rock en 2005, y decidieron quedarse. Por supuesto, ese gesto de rebeldía, que a fin de cuentas es lo que representa el jevi cuando se escucha muy alto y no con el limitador del iPhone, genera suspicacias entre los españoles que, en lugar de preguntarles cuál es su disco favorito de Van Halen del periodo Sammy Hagar o si entienden el giro artístico de Dave Mustaine con «Risk», prefieren concentrarse en lo que de verdad importa: «y estos dos, ¿a qué se dedican?»
Es normal que estén tristes y por eso, M&CSaatchi, una de las agencias creativas más grandes del mundo, les regala una valla con calaveras y águilas, sin entender demasiado bien que la tristeza de los dos hermanos sigue acampada en sus ojos porque ven pasar a un mundo que se transforma en clientes.
Ojo al paquete.