Vaya por delante que no hace falta consumir o entender de fútbol para poder hablar de ese fenómeno extraño, níveo, masivo e interplanetario que es el «Madridismo», casi en oposición al «madrileñismo» (con eme minúscula), una cosa como muy de barrio, castiza, de clavel en la solapa y churros con chocolate los domingos.
Simplemente hace falta observar a los aficionados, con camisetas oficiales de las caras y ojos azules de brillo felino, para darse cuenta de que todos ellos, desde el que vive en casa de sus padres en El Paseo de la Habana hasta el que se desliza por debajo de los escombros de la ciudad de Kabul, viven abonados a la inercia la victoria, por la mínima, por 7 a 0, por obra y gracia de los pies un tal Cristiano o la preciosa cabeza de Ramos, enarbolando una pasión que desecha el fracaso porque no es una opción realista, de forma casi maquinal y sobre todo rara porque si todos los demás pierden en algún momento, ¿por qué ellos no?
Y es que en el vocabulario del Madridismo no hay espacio para palabras como pequeño, local, tristeza, camisas sin corbata en el palco, medalla para el segundo mejor, decepción, sencillo, íntimo…no. Esas no están ni en el banquillo, ni siquiera entre los imperceptibles huecos de las aceras que rodean el estadio o en los surcos de las Bridgestone del cortador de cesped.
Y si tampoco entendemos pero consumimos cada segundo que pasa y no aparece por la televisión que el éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo entonces ¿no es el madridismo una realidad virtual que se hace carne los domingos por la tarde? Resulta que no, que simplemente es una forma de vida…