Están en el punto de mira. Se las vigila, se vela día y noche para que solamente dirijan elogios hacia los que tienen mayor visibilidad (en redes, la realidad que importa) o simplemente se les cuelga el cartel de «NO MOLESTAR» porque los niveles de sensibilidad han aumentado exponencialmente en España en los últimos años.
Y es que las palabras, en ocasiones encarceladas por sentencias tan grotescas como las del rapero Valtonyc, están siendo secuestradas por nosotros mismos, por miedo a las posibles reacciones de colectivos o minorías, por nuestros seguidores o detractores, por nuestros íntimos, porque ya se sabe: las palabras las carga el diablo y sin embargo no es verdad. La palabras duelen, joden, levantan ampollas, hieren, despiertan conciencias, hacen reír, conducen a las lágrimas, te hacen sentir un hormigueo a la altura del pecho, pueden incitar a cometer actos innobles y sin embargo no suponen un crimen en sí mismas ya que necesitan de la colaboración directa de una pistola, de un explosivo, de una mano cerrada, de una persona que actúe, en definitiva.
Y no se trata de un fenómeno aislado: entre 1881 y 1958 se condenó a nueve personas en Francia por proferir insultos contra el presidente, en Tailandia te caen entre 3 y 15 años, en Irán llamar megalómano al Jefe del Estado equivale a 16 meses de encarcelamiento y en EEUU llamas gilipollas a Obama y pierdes el trabajo.
Y me viene a la cabeza el artículo 20 sección A de la Constitución, las letras machistas del Reguetón, el Mein Kampf, todos y cada uno de los artículos de Sanchez Dragó, los discursos y el pelo de Rafael Hernando, las tesis negacionistas de Paul Rassinier y los grafittis con esloganes de superación personal de los gimnasios y, aunque me generen ríos de bilis, me pelearía con cualquiera para que todos sus autores pudieran volver a escribirlos, ¡imbécil!