A veces debemos parar y escuchar las señales que nos mandan desde fuera… pero sobre todo las que surgen desde dentro, desde ese lugar situado entre las tripas, el cerebro y esa cosa extraña llamada instinto de supervivencia, un escalofrío vertebral que nos obliga a mirar al cielo y registrar el peligro cargado de partículas contaminantes.
Ahora mismo, momento en el que somos más conscientes que nunca de que esto llamado vida en la tierra podría estar llegando a su fin, con la nariz y los dedos convertidos en la extensión de un teléfono móvil, necesitamos conectarnos con el mono que somos y que, a pesar de vestirlo con chandal de seda, plataformas y rouge, nunca hemos dejado de ser.
La dieta cetogénica, el mindfulness, el squatty potty o cagar con los pies apoyados sobre un taburete al estilo campestre, el animal flow, la percusión como elemento más importante de la música actual, cazar con arco…, todas estas prácticas (cada vez más extendidas en las grandes ciudades y en los pueblos más diminutos), no son más que señales de que algo está ocurriendo, que es muy probable que después de tanto progreso, innovación, I+D+I, Teslas y debates sobre Rosalía, vivamos sumergidos en un desequilibrio natural tan evidente (aunque reversible) que la única salida parece volver a ser cazadores recolectores, recuperar las sensaciones de un buen polvo entre trigales, desplazarnos como un reptil bajo el sol, aullar bajo la luna (en pelotas), conectarnos y colocar las piernas en cruz al tiempo que respiramos profundamente y llenamos con silencio nuestra cabeza repleta de luces de neón, trap y futuros inciertos.
Quizás y después de todo, lo único que importe sea comer saludablemente, mantener ciertas enfermedades a raya, sentarnos manteniendo una buena postura, amar al del otro lado del muro y agradecerle al universo todopoderoso que podemos hacer todo eso gracias a la pantalla extra grande del nuevo iPhone X.