Siempre reaccionamos de la misma manera. Independientemente de nuestro origen geográfico, condición social, orientación sexual y creencias, cada vez que se rompe una de las patas sobre las que se sostiene nuestra adolescencia y parte de una juventud menguante —siempre bajo el filo de la guadaña—, sentimos esa sensación de vértigo en el estómago seguido de un sabor a óxido debajo de la lengua. Y da igual que lo intentes racionalizar: ¡si solamente era un actor de segunda de una serie americana hortera…, o si ni siquiera sabía cantar y sus carencias capilares las suplía con altas dosis de maquillaje y esa mirada perdida de jaguar acorralado!
En la mayoría de los casos, todos los que nos abandonan —exceptuando a sus familiares y amigos— eran perfectos desconocidos para nosotros. Sí, extraños a los que abríamos las puertas de nuestras noches más memorables y los rincones más inaccesibles de nuestra intimidad, precisamente el material del que están hechos los (mejores) recuerdos.
¿Y qué ocurriría si nos despojaran de la capacidad de rememorar el pasado? Simplemente veríamos desaparecer (ante una memoria agonizante) nuestra propia vida. Porque Luke Perry y Keith Flint representaban un pequeño trozo de esa parte invulnerable que late en nosotros, la misma que nunca envejece porque está en el ángulo muerto del paso del tiempo, el gran exterminador de estrellas de nuestro particular paseo de la fama, todas ellas fugaces.
Tenemos claro que padre y madre morirán, que los amigos no cumplirán el pacto de sangre y terminarán — en el mejor de los casos— dejándonos solos, pero nunca seremos capaces de asumir la pérdida de un hijo y un recuerdo unido a la juventud. Cuando esto sucede somos expulsados de nuestro paraíso particular.
90210: Smack my bitch up.
