No conozco a nadie cercano que, cuando viaje, envuelva su maleta en el aeropuerto. A nadie. Cuando observo a los pasajeros que lo hacen, perfectos desconocidos procedentes de una realidad aislada, no puedo evitar pensar en el tipo de persona que se «esconde» detrás de una práctica absolutamente incomprensible. Y no me vengan con el cuento de que el plástico garantiza que nadie introduzca drogas, armas o lubricante en nuestro equipaje, o que tu Louis Vuitton llegará sin un solo rasguño porque, si has pagado dos mil euros por algo que contiene calzoncillos y bragas sucias, entonces el dinero no debería preocuparte. Y mucho menos los arañazos ocasionados por la gravedad, ¡imbécil!
Si los hombres de negocios son, junto a las azafatas y pilotos, los que más se desplazan por el aire, ¿entonces por qué ellos nunca practican el deporte de embalsamar un armario portátil? Más si tenemos en cuenta que luego, cuando llegas agotado al hotel, tienes que pasarte una hora cortando un plástico con más capas que el cuarto oscuro del colegio Hogwarts.
Desconfío de la gente que lo hace. Me asustan. Creen estar a salvo de la realidad mediante un gesto giratorio realizado por personas muy capaces que cobran el salario mínimo. Será porque disponen de tiempo y poseen objetos de un valor incalculable, no solo en su interior, sino también en sus tersos cuerpos cubiertos por chándales de Asos y maquillaje a prueba de detectores de metal.
Supongo que dentro de esas maletas no hay lluvia, ni hambre en el mundo. Ni siquiera un rabo de nube o un buen vibrador, y que en realidad, se aseguran de que sus amores viajen a temperatura constante, sin humedades, lo más cerca posible el uno del otro, frescos y secos, tal y como se muestra en la foto de Haruhiko Kawaguchi. Mal viaje.
