Y el cometa Circodelia pasó por Madrid. Para todos aquellos que no sepan de lo que hablo les diré que se trata de un grupo de rock que publicó su primer disco en 2002 abandonando la escena en el 2008, año en que la industria musical se desangraba por varios flancos por culpa de las descargas ilegales, su incapacidad para apostar por grupos que no fueran la copia de una copia y el fin del dinero de los ayuntamientos como motor de las giras.
Y es que estos chicos, ahora cuarentones pero de aspecto juvenil y pelo hirsuto, han vuelto a la carga llevados por ese impulso vital que ni siquiera los niños y las hipotecas son capaces de enterrar, el espíritu del fuego nocturno que quema y convierte la distancia en una simple cuestión de kilómetros; porque la vida no puede separar lo que una vez unió y menos aún a los hombres que se acercan, con el paso del tiempo, un poco más a sí mismos.
Lo que sucedió en la sala Honky Tonk de Madrid fue raro, una demostración palpable de que no hay peor nostalgia que aquella que viene unida a la imposibilidad, al hecho irrefutable de que Circodelia nació para reinar y terminó relegado, quizás demasiado pronto, a un recuerdo borroso. Los demás, público huérfano que no tuvo más remedio que crecer sin sus conciertos, necesita revivir aquello una noche más, como si se tratara de una aventura con nuestro amor platónico del instituto… a pelo y sin limitación horaria.
Con el aire acondicionado estropeado, una enorme columna plantada frente al escenario y las cervezas a cinco euros, los asistentes se desplazaron por el espacio-tiempo al ritmo de los dedos húmedos de Pablo Parser y el pecho de Víctor Pérez, tomaron cientos de fotos en HD, se hicieron selfies, grabaron videos que subieron en Instagram conectando el 2008 con el 2019 en un segundo, admirando un cometa ahora transformado en la cometa que vuela de nuevo por encima de nuestras cabezas, más alto que nuestra memoria, más fuerte que los gritos entusiastas del presente.
