Los Rolling Stones deberían dejarlo

Ayer, con el cadáver de Charlie Watts todavía tibio y después de haber pasado la tarde escuchando a unos desmembrados Rolling Stones pensé en Mick, Keith y Roonie. Los tres frente al manager en un despacho limpio. Supongo que tristes, cojos de cuerpo y espíritu pues ya se sabe que la pérdida, aunque previsible, siempre deja una primera sensación de incredulidad. Después arrecia la furia. Y entonces les veía haciendo números, conscientes de que la cancelación de la gira prevista para el otoño implicaría unas pérdidas millonarias. Ser el grupo de rock más popular del mundo supone no tener derecho a quedarse en casa y echar de menos, incluso a dejarlo. Todo porque el espectáculo debe continuar. Pero ¿por qué?

Ya ha sucedido en otras ocasiones. Uno de los miembros del grupo fallece y el resto decide seguir porque «así lo habría querido». Además hay que pensar en los seguidores porque «así lo habrían querido». También porque las hipotecas y las universidades no se pagan solas y «el banco así lo habría querido». El resultado es siempre decepcionante, como si el puzzle volviera a encajar a la fuerza. Cierto, la música permanece, sin embargo la química desprende un hedor a obligaciones y ambición pecunaria, valores contrarios a esa primera chispa que les llevó a tocar juntos, siempre juntos.

Bill Wyman fue reemplazado por Darryl Jones. Dio igual, los bajistas no importan. Ahora Steve Jordan sustituye a Charlie. Puede que con los nuevos integrantes el grupo suene mejor, ¿y ahora qué hacemos? ¿Tenemos que creer que se trata de los Rolling Stones? Sucede lo mismo con las listas de mejor batería del mundo. Cada uno tendrá su propia opinión que no le importa a nadie. Lo que parece claro es que la vida, y por lo tanto la muerte, palidece aún más frente al negocio. Lo sabemos desde febrero de 2020 y, a pesar de todo, seguimos empeñados en soñar a cualquier precio.

Ilusatración: tradicional.

Charlie Watts, el mejor batería del mundo

«Por una vez mis tiempos se han desviado», dijo Charlie Watts (en vida) tras anunciar su incomparecencia en la próxima gira de los Rolling Stones. Dos semanas después, su pulso se paraba y el resto despide al mejor batería del mundo con la sensación de que lo que siempre estuvo allí ya sólo es un rastro de música, y por lo tanto nosotros viejos en un mundo extraño. Porque las cosas cambian, tanto que incluso un fanático del jazz puede formar parte del grupo de rock más grande. De ahí que fuera el mejor en lo suyo, la pieza sobre la que se edificó una iglesia en honor al diablo, la electricidad y el momento oportuno —ni antes ni después— para sonar a blues.

Sin querer, Charlie nos enseñó a muchos que los grandes músicos tocan poco, moldean el silencio y escuchan más de lo que desalojan. Una caja sin golpear el charles, un timbal alto y otro bajo, un bombo y cinco platos. Con esos pocos elementos —en realidad son muchísimos— se escribe la historia y ahora falta uno en la portada. Contaba, envuelto en una camisa blanca y una corbata con alfiler, que Keith le enseñó a apreciar el rock and roll y así, a base de empeño y un sueldito, descifró algo tan sencillo en apariencia que solamente unos pocos llegan a comprender.

Para muchos, este señor con aspecto de oficinista es más importante que los miembros de sus familias, perro incluido. Quizás fuera por su compromiso sin estridencias o por esa actitud de normalidad entre las broncas de Mick y Keith. Da igual. Había un amigo en él, pegamento, de la misma forma que la música sirve para unir y reparar lo que los hombres una vez separaron. Qué raro; nadie podía tocar como no tocaba Charlie y hoy es el primer día de vida en la tierra sin los Rolling Stones. Me cago en Dios.

Algo más importante que Janis Joplin

El pasado viernes y dentro del cliclo Sound & Vision organizado por el futurible presentador de La Sexta, David Martín Page, se proyectó el documental «Little Girl Blue», historia en imágenes de la que es la primera y quizás última reina del rock con permiso de PJ Harvey: Janis Joplin. Se trata de un documento devastador sobre las ansías por encajar en un mundo-trampa de una niña con acné y el pelo fosco que obtuvo el título al hombre más feo del campus otorgado por la fraternidad Alpha Phi Omega. Previsiblemente, su vida terminó a los veintisiete, momento en que comenzaba a vivir según su particular visión, según un son sin par.

Y es que, al igual que la música se convierte en estímulo nervioso al alcanzar la cóclea de nuestro oído interno, la industria y sus tentáculos 360 han hecho que los músicos se olviden de algo mucho más importante que la popularidad, lo viral y el todo vendido, los Grammy y las listas de éxitos, y Janis, mujer prematura a una edad en la que los jóvenes sueñan con ovejas eléctricas, lo sabía. Porque se trata de que tu música te represente, que resuene en un espacio que es a la vez intersección entre el alma y el cerebro, que solo se encuentra en ti y no en la aceptación del resto.

Los grandes músicos desaparecen encima del escenario, se transforman como el sonido. En realidad son sonido en (des)composición y crecen y mueren a través de su música. Janis no tenía que buscar nada, simplemente se limitó a ser la voz del trueno y el corazón fino, el enésimo mártir del rock rebelándose contra la carga de ser todo para todos. Ya lo decía Harry Crews, «queremos ser músicos y además famosos, pero ¿por qué?; porque no amamos lo que hacemos». Apliquémonos el cuento. Janis al menos lo intentó.

Tool, el triunfo de lo raro

Haz la prueba. Pídete una caña, dale un sorbo, toma aire y pronuncia —no en vano— el nombre de Tool entre las plúmbeas paredes de cualquier bar de la calle Corredera Baja. De pronto, los carlinos comenzarán a aullar en braille, el camarero levantará una ceja formando un letrero de neón y el silencio que antecede a una mala noticia desembocará en un torbellino con aspecto de agujero negro. En su interior, el tiempo y el espacio son variables que danzan a su ritmo, cerca del cinturón de Orión, ajenas al ciclo lunar y los incendios, tanto que las carreras de cientos de grupos de música se forjan y desvanecen en el plazo invertido por estos cuatro americanos en desgranar una sola canción. Ya no te digo si tardan trece años en sacar nuevo disco.

Lo que en principio es algo raro de por sí, lo es todavía más cuando compruebas que un grupo de música tan indescifrable como la Conjetura de Hodge es una de las formaciones más exitosas de todos los tiempos… y casi nadie habla de ellos, como si pertenecer a esa orden secreta exenta de popularidad «à la Justin Bieber» les concediera el privilegio de trascender estando vivos y en paradero desconocido, un día con pelucas, otro en un tuit, siempre amenizando nuestras vidas envueltas en una espesa oscuridad sonora.

Porque si hay algo que hemos perdido tú y yo en 2019 —músicos, melómanos y detractores de la música incluidos— es el misterio, no asistir por enésima vez a la retransmisión en directo de la grabación del disco de turno, con sus vídeos de adelanto y fechas debidamente publicitadas allanando el camino, facilitando la digestión de una canción-alpiste con video-letra-jaula, quizás dos, ¡ahora en todas las plataformas de streaming!, intentos fallidos en pos de un interés mediático que nunca llega. Piérdete en «Forty Six & Two«, mira el tercer ojo de «Lateralus«, sé abducido por «7empest«; así podrás odiarlos o amarlos, pensar, escupir, romper el cielo, admirar el milagro de la belleza de lo incomprensible.

Circodelia: lo trágico es magnético y además vuela

Y el cometa Circodelia pasó por Madrid. Para todos aquellos que no sepan de lo que hablo les diré que se trata de un grupo de rock que publicó su primer disco en 2002 abandonando la escena en el 2008, año en que la industria musical se desangraba por varios flancos por culpa de las descargas ilegales, su incapacidad para apostar por grupos que no fueran la copia de una copia y el fin del dinero de los ayuntamientos como motor de las giras.

Y es que estos chicos, ahora cuarentones pero de aspecto juvenil y pelo hirsuto, han vuelto a la carga llevados por ese impulso vital que ni siquiera los niños y las hipotecas son capaces de enterrar, el espíritu del fuego nocturno que quema y convierte la distancia en una simple cuestión de kilómetros; porque la vida no puede separar lo que una vez unió y menos aún a los hombres que se acercan, con el paso del tiempo, un poco más a sí mismos.

Lo que sucedió en la sala Honky Tonk de Madrid fue raro, una demostración palpable de que no hay peor nostalgia que aquella que viene unida a la imposibilidad, al hecho irrefutable de que Circodelia nació para reinar y terminó relegado, quizás demasiado pronto, a un recuerdo borroso. Los demás, público huérfano que no tuvo más remedio que crecer sin sus conciertos, necesita revivir aquello una noche más, como si se tratara de una aventura con nuestro amor platónico del instituto… a pelo y sin limitación horaria.

Con el aire acondicionado estropeado, una enorme columna plantada frente al escenario y las cervezas a cinco euros, los asistentes se desplazaron por el espacio-tiempo al ritmo de los dedos húmedos de Pablo Parser y el pecho de Víctor Pérez, tomaron cientos de fotos en HD, se hicieron selfies, grabaron videos que subieron en Instagram conectando el 2008 con el 2019 en un segundo, admirando un cometa ahora transformado en la cometa que vuela de nuevo por encima de nuestras cabezas, más alto que nuestra memoria, más fuerte que los gritos entusiastas del presente.