De entre todas nuestras habilidades sociales —con o sin alcohol de por medio y asumiendo los abismos existentes entre especímenes caucásicos, «heterohomosexuales» y de clase media precaria—, la que nos emparenta de manera más evidente es nuestra capacidad para olvidar el nombre de una persona a la que acabamos de conocer.
La escena se repite día y noche sin saber qué demonios sucede en el interior del cerebro, más concretamente en la corteza prefrontal, región que da la orden de bajar el volumen del mundo a nuestro alrededor en el momento justo en que el desconocido pronuncia el nombre en cuestión. Sonreímos, nos damos dos besos un poco ladeados, recuperamos la consciencia, pedimos otro tercio en la barra y cerramos los ojos —es un decir— mientras hacemos un esfuerzo sobrehumano por intentar recordar si ha dicho Carolina, Carmina, Burana, Karina o Caracola, hasta que, finalmente, agotados por el esfuerzo, le damos un codazo al colega de turno, ese que no se entera de nada, pero dotado de una memoria prodigiosa:—Se llama Marina, MA-RI-NA.
Y da igual que te propongas que las cosas van a cambiar a partir de ahora porque la tendencia es imposible de invertir a pesar de las reglas mnemotécnicas recomendadas por la revista Science y que incluyen juegos de asociación, apodos, unión irracional de las primeras letras del apellido de tu actor porno favorito con Salmos 121:7-8, y un sinfín de opciones que nos llevan a concluir que los nombres son lo de menos, a pesar de que abran almacenes, ventanas al interior de los demás y tejados con vistas a otras galaxias.
Por supuesto hay excepciones y si la persona que nos presentan se llama Luz Cuesta Mogollón o Antonio Arrimadas Piernas, la cosa cambia. Y mucho.
