Hace tiempo, en una galaxia muy cercana, la palabra cantautor se asociaba a grandes nombres de la canción (sin etiquetas): Brassens, Joan Manuel Serrat, Krahe, Townes Van Zandt, Caetano Veloso… La lista es larga, y la memoria tiende a fabricar mitos y puentes para devolvernos a una época que, curiosamente, coincide con esa gran mentira que es el «Indie español», supuesta escena al margen de los 40 Principales compuesta por «grupitos independientes» cuya distribución recae en las mismas multinacionales-monstruo de siempre.
La cuestión es que entre tatuajes, camisas de estampados ASOS y una cierta vacuidad sonora, los cantautores han sido relegados a las trincheras del Libertad 8 y las casas de la cultura, lugares con olor a canela en rama donde es posible disfrutar de un músico presente en cada uno de sus versos, a veces enredado en las cuerdas de una guitarra coja. Y de entre todos ellos, érase un hombre a una cabellera pegada, una pegada superlativa: Andrés Suárez.
Porque lo de este gallego —el neno le delata— es una cosa extraña, «gamela cativa» que llega a puerto al atardecer, un gran guitarrista de pecho caliente amparado tras la cadencia plagal — con la tercera en el bajo— que de pronto, en medio de la canción, se descompone en fragmentos de silencio, casi susurros, en los que dar cobijo a media estrella, quizás a una dama que pinta en el sur, por qué no a lo malo en el aire… sin olvidar el mar, ruido de olas dulces detrás de las montañas. Y cuando quiere vivir canta Moraima, y cuando quiere soñar despierta al palíndromo de Roma, y sus conciertos son el único lugar en el que las parejas comienzan a cantar muy juntos para terminar besándose en la boca. Por fin ser cantautor no es un insulto, por fin ser Andrés es también Suárez.
