De todas las injusticias a las que nos somete el paso del tiempo, con sus cambios de talla, injertos y consiguiente pérdida de colágeno, ir a la universidad ocupa un lugar preponderante. Y es que en esta decisión —»impuesta» entre el inoportuno acné y el onanismo descontrolado— confluyen varias razones que la hacen particularmente polémica. Por un lado, la educación entendida como bien de inversión, herencia de un tiempo lejano en el que obtener un título universitario era sinónimo de conocimiento… además de la mejor manera de limpiar la conciencia de nuestros padres, incómodos acompañantes en la foto de graduación. ¿Y qué decir de una estructura académica en la que los mejores estudiantes trabajan —debidamente remunerados— para otros más vagos y en la que los del aprobado justito suelen ser, por lo general, los mayores (em)perdedores? ¿No será mejor invertir ese dinero en viajar y estudiar français à Bordeaux, english in Brighton, 大阪市で日本語を勉強しています.
La cuestión de fondo está íntimamente relacionada con la forma porque, ¿cómo es posible justificar años de estudio cuando es posible obtener la raíz cuadrada de 27.254.214 en el iPhone? Algunos argüirán que colgar un diploma en la pared proporciona esa estructura mental tan necesaria en la vida, disciplina, además de cierta ventaja frente al resto de competidores. Sin embargo, cada vez es más difícil encontrar a parados sin formación universitaria. Basta con echar un vistazo y comprobar que Elon Musk, Ozzy Osbourne, Mark Zuckerberg, Mozart o Paquirrín fueron malos estudiantes… y ahí están, decorando el mundo.
Seamos claros; a casi nadie le gusta madrugar, coger el tren en hora punta e invertir miles de horas sentado en un pupitre para diestros sabiendo que lo mejor del día siempre sucede en la cantina. Quizás la clave del aprendizaje, tanto vital como académico, sea poner en duda las herramientas del pasado como principales garantes de futuro y tener siempre presentes las palabras de Lorimer: «Las universidades no crean tontos, solamente los desarrollan».
