Como viene siendo costumbre, la polémica regresa convertida (esta vez) en un tira y afloja entre la derecha más chusca y la izquierda progresista con ínfulas de sabelotodo. Entre ladridos de uno y otro bando y calladitos —que así están más guapos— los niños, futuros en construcción a los que nadie ha preguntado si les apetece llevar un pin en la solapa con el que protegerse del supuesto mal que se cierne sobre ellos: el mundo de los adultos. Ah, es cierto; los mayores siempre saben lo que más les conviene. Siempre.
Y es que la enésima politización del sistema educativo, ese baile con luces de colores que cambian con cada gobierno, ha demostrado el fracaso del tripartito formado por Estado, escuela y familia, empeñado en consolidar valores cada vez más difusos, dotar de orden y concierto a un mundo en 360º regido por las reglas de disenso, con sus banderas en contra del amor por los demás y el respeto de lo diferente, quizás el único poema obligatorio en cada paso de cebra, en cada aula, en cada reunión de los domingos.
No parece tarea fácil hacer entender a los padres que los hijos no son obra suya —quizás circunstancial—, tampoco propiedad aunque, si bien comparten su ADN también poseen esa ‘rara’ capacidad para tomar decisiones que bordean su control. Y pueden proporcionarles techo y plan de vuelo, prepararles la comida, subirles el cuello del abrigo cuando sopla norte, incluso diseñar su futuro y, sin embargo, pretender legislar su realidad no hace más que albergar dudas sobre los viejos, supuestos guías desconocedores de un secreto: vivir con miedo es la prueba de que el niño dentro de ellos se muere cada día un poco más.
