Hace años que Joaquín Sabina solo es noticia por sus problemas de salud. Desde el 14 de septiembre de 1999, fecha de publicación de un monumento sonoro bautizado con la antítesis «19 días y 500 noches», el vecino más célebre de las noches de Madrid hace frente a la única enfermedad sin cura de la mejor manera posible: escribiendo canciones y cancelando conciertos ante el imparable efecto de la gravedad.
Los demás, inmersos en el mismo proceso, pero con algunos años de retraso—y por lo tanto de ventaja—, asistimos al declive de su voz preguntándonos si la culpa en realidad no será de él, sino de esta ciudad en permanente huida hacia el amanecer de la Gran Vía, con sus barras en las que se alterna un sol y sombra con la leche de soja, sus jóvenes (sin calcetines) en búsqueda de un mar convertido en anhelo inmortal con la muerte en ambulancias amarillas. ¡Y qué decir de sus servilletas por el suelo!
A pesar del lento progreso, «Pongamos que hablo de Madrid» suena distinta en 2020, precisamente porque la ciudad es perfectamente intercambiable por cualquier otra (pequeña) gran capital anuncio, de la misma forma que Joaquín es la inabarcable sombra de un hombre fino que continúa haciendo eso que ama por encima de la blanca y el tequila, de los colchones y el olvido… para no darle la razón a los espejos. Madrid le costará la vida a un tal Sabina. Mejor que nuestro héroe no se entere qué ha sido de ella.
