La gente se muere. Repito. La gente se muere cada día. Algunos lo hacen solos, en una habitación blanca, casi gris. Otros, en cambio, rodeados de una presencia invisible de carne y esperanza, millones de extraños lamentando —a veces de manera incomprensible— la desaparición de un compañero, un amigo, por qué no un hermano, con la capacidad de hacer mejor sus vidas, ahora rotas con la pérdida que antecede a otra. Y así avanzamos, entre estrellas de cine mudas, jugadores de baloncesto hechos ceniza y rostros populares que simplemente ya no son, que ya nunca serán porque se han ido.
Hoy, sin embargo, un pianista con el pelo de un mohicano pálido ha dejado de tocar. Se llamaba Lyle Mays. Repito. Lyle Mays. Solo algunos podrán admitir haberle conocido, por sus canciones, por acompañar a Pat, a Michael o a Joni, por ser capaz de invertir el compás de una historia que, a pesar de ser ignorada por muchos, no es menos importante para algunos menos.
De alguna manera y entre teclas negras y blancas, también hoy nos queda claro que el misterio es valioso porque no se oxida, que la madera es el material de tu piano, del recuerdo, que el destello puede ser luz en descomposición y, de vez en cuando, la sombra el lugar más hermoso del mundo, precisamente porque somos polvo y flores si suena música de Lyle ahí dentro.
