¿Dónde está Wally ahora?

Pues la verdad es que no sabemos muy bien donde está. Quizás haya decidido tomarse unas vacaciones de sí mismo, colgar el gorro, comprarse unas lentillas y dedicarse a escribir tu autobiografía, plagada de lugares exóticos y castillos de arena, de nieve y frigoríficos al borde del mar. Y gente. Muchísima gente. Su novia Wilma, la cola de su perro Woof o el mago Barbablanca y miles de secundarios disfrazados de osos pardos, en busca del vendedor de helados y un trozo de arena en el que desplegar la toalla comprada en Portugal.

Resulta que en los próximos días nos acercaremos al punto crítico de la pandemia y su desborde, a la muerte en ambulancias amarillas y la soledad de los corredores de fondo, y mientras la realidad flota en una placenta de millones de personas me viene a la mente un personaje que siempre parecía desubicado, un viajante al oeste del Edén, con la misma ropa fuera de temporada y esa expresión entre indiferente y conejo al que le dan las largas.

Ahora no hay más remedio que imitarle y convertir la bañera en orilla; la cocina en puerto pesquero donde pedir unas cervezas; el armario será nuestro baile de disfraces; la cama barco velero; el piano del salón música en el descapotable, un arma contra el desánimo; y el rayo de luz que se cuela por el patio interior el termómetro del sol. Si Wally pudo, nosotros también… y mejor vestidos.

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