No hace falta ser J.G. Ballard, Philip K. Dick o la pitonisa Lola para pronosticar que la mascarilla será el complemento indispensable de los próximos meses, años, quizás décadas. Y a esa realidad, ya de por sí compleja debido al uso indiscriminado de antifaces y rostros de sombría superioridad, habrá que añadirle los inconvenientes lavables o desechables de filtros de electreto, gomas elásticas, o según 3M —el Nike de la ciencia aplicada a la vida—: «un acolchado extremadamente suave que proporciona ese confort prolongable en el tiempo».
Con estas premisas, las marcas no tardarán en saltar a la cara del consumidor, adaptándose a todo tipo de presupuestos y necesidades. Las de Gucci a 250 euros la pieza; una de recuerdo con el logo de «I love New York» bien visible; las de la pretemporada del Real Madrid o esas con la cara de Sánchez que regalan con el lubricante… todas encontrarán acomodo en 7.500 millones de habitantes que, todavía traumatizados, se resisten ante la idea de convertir los ojos en el único pasaporte de reconocimiento fieramente humano.
Lo curioso de toda esta situación de soledad extrema y anonimato hecho mantra es que muchos ofrecerán resistencia, aduciendo que si ellos no se han puesto un condón en la puta vida, ¿cómo van a ponerse esa mierda? ¡Además, yo soy fumador… y heterosexual! Y así es como debajo de una máscara protectora encontramos una dolorosa verdad expuesta por Séneca en tiempos igual de convulsos: «Nadie puede llevar la máscara durante mucho tiempo».
