Lo nuestro comenzó hace veinticinco años. Cada mediodía, Telecinco se convertía en un juzgado de guardia y Ana Rosa —por aquel entonces el Quintana venía con el nombre— mediaba entre dos bandos, hacía lo imposible por no llorar de risa y dejaba en nosotros —adolescentes convulsos— una sensación cálida que en realidad era picor, la constatación empírica de que podíamos enamorarnos de la madre de un amigo y además hacerlo con orgullo. El programa era «Veredicto» y la presentadora en cuestión se erigió en mi particular objeto del deseo… y en el marido perfecto para millones de amas de casa.
Después se encargaría de eclipsar a la otra Rosa, la maja, convertiría la A y la R en sinónimo de imperio y copularía con Alfonso Rojo, probablemente el único capaz de hacer sombra a Inda y Marhuenda en lo que a halitosis periodística se refiere, dando lugar a un hijo al que echa muchísimo de menos. Mientras tanto yo, cegado por el amor y el deseo, le fui perdonando el «Extra Rosa» y el «Sabor a ti», sus coqueteos con el poder y el fango; hasta que sucedió.
Ahora te hablo a ti, Ana Rosa. Hace dos días alcanzaste la cima de la ignominia al mentar tu libertad individual entre dos pandemias y claro, mi corazón explota al ritmo del «se nos rompió el amor». Los dos hemos cambiado en este tiempo. Tú haces un uso irresponsable de la popularidad y yo no quiero odiarte porque seas distinta, altiva y a veces ignorante, no. Ese odio también me cambiaría a mí. Ahora tendré que buscar en otras presentadoras a la chica que dejaste en el camino, la mujer que intercambió para siempre el deseo por un retortijón.
