Echaré de menos la PCR

De todas las novedades que ha traído este fenómeno largo y letal hay una que nos iguala. Es más, diría que se trata del único momento en el que el ciudadano se enfrenta a una aventura incómoda con independencia de su origen, ciudad o destino aéreo. Efectivamente, estoy hablando de la PCR, aunque también vale el test de antígenos. Para aquellos que aún no la hayan probado, decirles que sucede así. Siempre. Tardas un rato en encontrar el laboratorio porque o bien no está a pie de calle o carece de cartel anunciante. Discreción, aunque facturen diez veces más que un bar de moda de antaño.

Una vez localizado el acceso, subes la escaleras y llegas a una sala extrañamente parecida a la cola del Mercadona. Te atiende un sudamericano con guantes que está para la seguridad, pero hace de todo. Habla inglés, organiza a las manadas de universitarios arrastrando maletas y se traba con el francés. Porque si hay algo que defina estos espacios es la proliferación de franceses, muchísimos y con el cuello abrasado por el sol. También hay un ficus y marcas en el suelo similares a las de los homicidios.

Tras echar la tarde, llega tu turno. Enfilas un pasillo carcelario y te atiende una enfermera robusta con voz de sirena. Otras veces puede ser un chaval con greñas por detrás y tatuajes que toca en una banda. Los dos llevan doble mascarilla y son conscientes de su labor social… hasta que se acabe esta mierda. Sacan un bantoncillo, lo introducen por nuestra narina y, por culpa de nuestra mente obscena, creemos que nos atacan con una escobilla del váter. Mismo gesto que al comulgar. Sales de allí incómodo, con muchos menos dinero en la cuenta y la sensación de haberte drogado estando no solamente sobrio, sino tenso por la posibilidad de dar positivo. Me gusta hacerme la PCR; la echaré de menos.

Ilustración: The Ashma Center

Métete tu opinión por donde te quepa

Vengo del hospital. Pero estoy bien, al menos de salud. Solamente quería ver con mis propios ojos una realidad que se ha convertido en un juicio de valor en boca de todos. Incluso estas palabras, testimonio directo de una vivencia son, hasta cierto punto, una opinión. Porque si hubiera llegado antes o una hora más tarde a la clínica «La Milagrosa«, ese hecho, en principio superfluo, hubiera hecho brotar en mí otra idea, quizás menos lúgubre, quizás más esperanzadora. O tal vez la hubiera enterrado. Había taxis y muchos viejos, supongo que como un día cualquiera. Incluso una monja con la mascarilla a juego con el hábito. Tres ambulancias se detuvieron. Comparten sílabas con esperanza.

Es raro encontrarse al otro lado, en la acera de enfrente, fuera de esos fríos muros sabiendo que en el interior, y cada día, mueren dos de cada diez. Mientras sucede, los sanitarios nos lo imploran —olvidamos la solidaridad antes de las Navidades—, y el resto opina. Que si la libertad por aquí, que si la economía por allá, que si los culpables son los políticos, que cómo vamos a renunciar a los pequeños placeres cotidianos, que si nos están enterrando en vida… Si uno se detiene, prescinde del ruido y la rabia, nada de eso resuena en los pasillos. Puede que el ritmo acompasado de unas constantes vitales.

Quizás haya llegado el momento de callarse, de dejar de decir en voz alta lo que pensamos, últimamente algún tipo de queja, insulto o malestar. Hacerlo durante unos meses, por ver qué pasa. En esa inacción activa hay implícito un enorme respeto por los caídos, por los que no pudieron despedirse de los suyos y por los que, a todas sombras, se irán. Resulta que la opinión es «la enemiga directa de la verdad», pero en «La Milagrosa» se obran milagros todos los días. Qué silencio más extraño el de la muerte…

Ilustración: Giulia Rosa

Unidos por la pérdida

Últimamente resulta imposible esquivar el tema de marras, como si todos los caminos condujeran al virus, y el día a día, con sus consecuencias y a destiempo, orbitara alrededor de una enfermedad que, poco a poco, adopta múltiples formas. Y es que por un lado, proliferan aquellos que expresan su incapacidad para acatar del toque de queda, manifestando que muchos sufrimos un ataque de ceguera, ansiando declarar la insurgencia y salir a quemar la noche en nombre de la libertad individual. En frente y con mascarilla, otros más pacientes o quizás entumecidos por la manera con la que algunos reclaman ese derecho a vivir, un verbo que roza la supervivencia, pero que implica al conjunto de la sociedad. En definitiva; polos opuestos unidos por la pérdida.

Porque mientras nos enzarzamos en discusiones sin final cierran los cines y los bares, la tienda de instrumentos y el único restaurante con menú a precio de ciudad habitable, espacios y tiempos en los que solíamos jugar. Desprenderse de ellos y su recuerdo significaría borrar un pasado que perfila este presente gris, de igual manera que siempre guardamos el número de padres y amigos fallecidos por miedo a no poder llamarlos cuando nos hagan más falta, quizás en un futuro de espuma y playa.

Así estamos, entre el duelo y la memoria, un poco deshilachados, aunque con el dedal y la aguja preparados para tejer puentes y algún que otro acuerdo que nos aproxime un poco, al menos lo suficiente para evitar perderse de vista desde la otra orilla. Es en ese punto geográfico, con el viento despeinándonos y las orejas frías cuando seremos conscientes de que lo que se pierde nunca se va y, si se va, nunca termina de perderse.

Ilustración: https://robbailey.studio/

Ser virus o vacuna, o directamente ser

Mucho se está hablando estos días de Madrid, ciudad de pueblos, vacía por el centro, desbordada a las afueras y en el despacho de la Presidenta, un punto de choque en el que el 20% de sus habitantes posee el 50% de las rentas, ya sea en forma de mansiones con cámaras, yates bribones o una abstracción de cifras en la cuenta de la familia March. La desigualdad es la reina y, como en cualquier otra urbe, el estigma de clase y procedencia se convierte en moneda de cambio del juego político. Porque ya se sabe que ahogar a la mujer de la limpieza sale mucho más barato que subirle los impuestos al ejecutivo con los zapatos sobre la mesa.

Así, empeñados en quemar puentes y apuntalar hemisferios, continuamos fomentando la segregación urbana y humana, imponiendo el maniqueísmo de ser virus o vacuna, negando el hecho de que el pobre deja el sur atrás, trabaja en casa norteña y despide a los dueños con la mano floja. Y no sólo sucede en los extremos. También la zona media vive de esa intersección, con la enfermera abandonando la seguridad del hogar para adentrarse en un campo minado que, casualidades de la vida, no distingue entre clases, credos o conspiraciones.

El problema es, además de que la enfermedad ignora los intentos por frenarla sin dejar de alimentar la máquina, que la toma de decisiones con el objetivo de proteger la maltrecha salud de los ciudadanos se erige en el camino más corto para poner de manifiesto la diferencia, precisamente la única variable ajena a la vida y la muerte. Ante la pregunta de si eres virus o vacuna, la respuesta debería ser «eso, eso». Todo lo demás es un remedio peor que esta enfermedad de latitudes crónicas.

Ilustración: Peter Davies

Condenar a la cultura sale gratis

Pasan los días y la cultura se desangra. Poco a poco. Porque resistir cuatro meses es factible. Hacerlo más de seis, una quimera. Mientras tanto, las familias pierden la poca inercia acumulada, y reducen su velocidad hasta ahogarse. De ahí que comiencen los reproches. Primero contra Taburete por imprudencia temeraria, luego contra Rozalén por congregar a las masas sedientas de circo, más tarde ya veremos. De manera ordenada, el público que asiste a los conciertos va cambiando. En julio, daban palmas a contratiempo. Con el otoño a la vuelta de la esquina agitan sus joyas en las noches tibias. Y la luna se confunde con las perlas cultivadas bajo el mar.

El 17 de septiembre, los trabajadores del mundo del espectáculo han convocado una gran movilización repleta de medidas tan necesarias como urgentes. Sin embargo, faltan caras reconocibles, ídolos y rutilantes estrellas adheridas a un movimiento eminentemente proletario. Será porque esas voces ausentes tienen cosas más importantes que hacer, buscar su propio grito, eludir responsabilidades de adultos con hipotecas. ¿Cómo mejorar un mundo dislocado si bastante tienen con sobrevivir en su universo personal e intransferible, el mismo que nos contrae los músculos erectores del pelo?

La infantilización de la sociedad va en nuestra contra. Tampoco ayuda que el sector esté repleto de conductores que sueñan con ser guitarristas y técnicos con alma de compositores eléctricos. La industria musical en España, esa que emplea a miles de trabajadores, es brillo y azúcar, velocidad de crucero forzada. De ahí que, cuando se para en seco, huela a podrido y sus caras más visibles rehusen a tomar el mando, dar un paso en dirección al futuro y sacar al ministro de la sauna. Hace falta mucho coraje para hacerlo, tal vez penar. A los demás nos falta imaginación para salvar los muebles y por eso, en este país y en otros muchos, condenar la cultura sale gratis. Menudo hostión.

Ilustración: Ken Price

¿Importa tanto perder un año?

De pronto, el tiempo importa más que la muerte. Así los padres se rasgan las vestiduras al enfrentarse a la posibilidad de que los hijos, a partir de septiembre, continúen con su formación en un año no presencial y sí lectivo, como si los niños y los adultos no lo perdieran todo el rato, en el pupitre, la oficina y un atasco. Tampoco se libran de estos miedos aquellos sin descendencia, precisamente porque la dimensión física que representa los estados por los que pasa la materia, el tiempo, ha sido desgajada de la única variable sobre la que se asienta nuestro presente. El avenir en 2020 ni se escribe ni existe, sólo se transforma. Y además a peor.

El problema al que nos enfrentamos, además del tsunami de mierda acercándose por la derecha, es que desconocemos las consecuencias de perder un año de manera consciente en el transcurso de una vida más o menos larga. Nada de estupideces, ni momentos de desconexión o eso de dejarlo para mañana. Ni siquiera el típico asueto para pensar en futuros posibles. De lo que se trata, aquí y ahora, es de suspender la existencia porque las horas en diferido se dan por perdidas, y el terreno ganado por la enfermedad nos bloquea, apaga el grito. Y ya es septiembre.

Resulta que muchos navegantes que recorren el mundo en sus veleros blancos no saben nadar, un poco como nosotros, pero con una diferencia fundamental: somos a la vez náufragos y timoneles intentando dejar atrás deseos y anhelos, negándole la comida a un monstruo acostumbrado a tener su ración diaria de contenido, esperando sin ser conscientes de que no hay nada más que esperar que este instante, único, preciso, nuestro. Historia y mar.

Ilustración: https://kirstensims.myportfolio.com/

La era de la incoherencia

«Relación lógica entre dos cosas o entre las partes o elementos de algo de modo que no se produce contradicción ni oposición entre ellas». Esta es la definición de una palabra que ya no es que estuviera en peligro de extinción, sino que gracias al empeño de dirigentes, cantontos y una gran parte de la población, se ha convertido por derecho propio en una forma de hacer política, un modo de vida pedestre, la única manera de digerir que todo lo que nos rodea dejó de avanzar en el sentido de las agujas del reloj este 2020 cabrón. Y la coherencia se transformó en el sueño húmedo de los que ambicionaban el futuro.

De esta forma un tanto extraña, somos testigos de cómo primero se piensa en el deporte y, a apenas una semana del inicio del curso escolar, padres, profesores y alumnos ignoran el protocolo de actuación en lo relativo a las clases presenciales. Y lo mismo con los linchamientos de toros y la música cancelada al aire libre; y trenes, puticlubs y aviones sí, pero bares no; y lo de aumentar las plantillas sanitarias ya para la tercera ola; y un juez considera un derecho fundamental fumar en la calle, pero olvida garantizar el suministro de gas y la electricidad en invierno. Vamos, un sindiós con trino.

Así, y además cada día, nos amanece por el lado contrario, aunque termine clareando, y el misterio no es saber que todos estamos hasta los cojones del puto virus y de ese vecino al que nunca vemos porque tiene un casoplón en el campo. Más bien se trata de mantener un pequeño trozo de cordura en este corazón con forma de calabaza. ¡Quién quiere coherencia cuando el absurdo está al volante y departe cada día con el humorista Miguel Bosé! ¡Viva Franco!

Imagen: James Turrell

De toros, ocio musical y putas mascarillas

Más allá de la ola de agravios comparativos entre eventos veraniegos y la evidencia cada vez más patente de que el virus, además de matar, subraya las diferencias de clase, este tiempo aciago que todos padecemos ha dejado bien claro que lo de torear no solo se practica en el ruedo, sino que hace lo propio con la ley y su silencio. De esta forma, los diestros reciben un baño de masas sin distanciamiento obligatorio y los músicos sufren para conectar con un público convertido en cera, divido entre la contención individual y la responsabilidad colectiva. Claro, la tauromaquia es arte porque hay muerte; la música simplemente ocio… y por eso languidece.

Y es que la sangre ha delimitado una barrera que, hoy por hoy, parece insalvable. En la plaza se congregan políticos y empresarios mientras que a los conciertos —con la excepción de los de Taburete— asisten curritos con ganas de evadirse. La épica contra la hípica de andar por casa, el haiku contra el sudoku, la clase dirigente frente a los pagafantas.

Con el paso de los días, la distopía respiratoria de este 2020 despliega ante nosotros toda la fuerza de la selección natural (Charles Darwin, 1859) aquella en la que no sobreviven los más fuertes, sino los mejor adaptados. Precisamente esa teoría es revolucionaria porque nos obliga a aceptar nuestro lugar en el mundo. Así el traje de luces aglutina a la minoría ciega mientras el músico comprueba que el universo es sordo a sus demandas, con la excepción, de nuevo, de Willy Bárcenas, un torero metido a cantante que ha conseguido lo imposible: poner al sector cultural de acuerdo en algo. Lo dicho, selección natural, privilegios y putas mascarillas. Seguimos con la ronda de perdones a toro pasado.

Ilustración: Mrzyk & Moriceau

La cultura contagia cultura

Desde Atapuerca el papel de la cultura ha sido ambivalente. Por un lado resulta necesaria para sobrellevar la existencia de muchos —generalmente implicados en su mágico entramado— y, sin embargo, siempre se aparca en los programas políticos por considerarse un divertimento ligado a vidas disolutas. Ahora, además de ser la última de la fila, es señalada como foco de contagio, precisamente cuando conciertos y obras de teatro optan por echarse al aire libre, con aforos limitados y protocolos que convierten la escena en áreas de acceso restringido y una promesa de vida potable.

A pesar de todos los esfuerzos del sector por hacerlo no solo bien sino mejor, otros se niegan a aceptar la evidencia de que es en los campos intensivos en mano de obra y las discotecas extensivas en alcohol donde los focos proliferan. En los primeros porque miran de reojo a la ciudad a la que abastecen; en los segundos porque con el pedo la máscara es un estorbo, como el condón y la responsabilidad.

Aceptemos que la cultura cuenta poco, nada o apenas renta, que jamás estará a la altura de aerolíneas y azafatas, que los toreros justifican la barbarie usurpando su nombre, que acota la memoria de un pueblo amnésico perdido, que es humilde y una suerte de belleza efímera, y su única forma de contagio a día de hoy es el miedo a desaparecer. Pueden quitarnos la vida y el arte, ¡pero jamás nos quitarán la playa y sus terrazas!

Ilustración: https://loladein.tumblr.com/

La segunda ola no será televisada

Hace tres meses teníamos excusa. El virus era una posibilidad remota, al este del sol naciente, y a nadie en su sano juicio se le ocurrió cerrar fronteras por culpa de unos cuantos chinos con fiebre. Volvemos al presente. Todos, en mayor o menor media, somos conscientes del daño. Los cementerios ganan espacio a los parques, el personal sanitario campa en la urgencia y, a pesar de la cercanía del drama, muchos se han lanzado a una carrera por recuperar el tiempo perdido, como si el presente fuera el único momento de las cosas.

Así, a modo de muerte anunciada, vamos dándole forma a una segunda ola de rebrotes, regresando al futuro en un DeLorean cargado de irresponsabilidad, envueltos en esa pereza que nos produce una realidad huérfana. Y el horror será televisado de nuevo, y todos nos resistimos a creer que este no es otro verano más, y a veces es verdad aquello de que tenemos lo que nos mereceremos… mientras haya vida.

A diferencia de una película no podemos apagarlo, ni detener la imagen para ir al baño, ni volver a verlo a cámara lenta. Ni siquiera cerrando los ojos es posible librarse del enemigo escondido detrás de la máscara de una máscara desechable. Decía Gil Scott-Heron que la revolución no será televisada porque será en directo. Nada más que añadir, doc.

Ilustración: https://bentheillustrator.com/