De todas las novedades que ha traído este fenómeno largo y letal hay una que nos iguala. Es más, diría que se trata del único momento en el que el ciudadano se enfrenta a una aventura incómoda con independencia de su origen, ciudad o destino aéreo. Efectivamente, estoy hablando de la PCR, aunque también vale el test de antígenos. Para aquellos que aún no la hayan probado, decirles que sucede así. Siempre. Tardas un rato en encontrar el laboratorio porque o bien no está a pie de calle o carece de cartel anunciante. Discreción, aunque facturen diez veces más que un bar de moda de antaño.
Una vez localizado el acceso, subes la escaleras y llegas a una sala extrañamente parecida a la cola del Mercadona. Te atiende un sudamericano con guantes que está para la seguridad, pero hace de todo. Habla inglés, organiza a las manadas de universitarios arrastrando maletas y se traba con el francés. Porque si hay algo que defina estos espacios es la proliferación de franceses, muchísimos y con el cuello abrasado por el sol. También hay un ficus y marcas en el suelo similares a las de los homicidios.
Tras echar la tarde, llega tu turno. Enfilas un pasillo carcelario y te atiende una enfermera robusta con voz de sirena. Otras veces puede ser un chaval con greñas por detrás y tatuajes que toca en una banda. Los dos llevan doble mascarilla y son conscientes de su labor social… hasta que se acabe esta mierda. Sacan un bantoncillo, lo introducen por nuestra narina y, por culpa de nuestra mente obscena, creemos que nos atacan con una escobilla del váter. Mismo gesto que al comulgar. Sales de allí incómodo, con muchos menos dinero en la cuenta y la sensación de haberte drogado estando no solamente sobrio, sino tenso por la posibilidad de dar positivo. Me gusta hacerme la PCR; la echaré de menos.
