La viñeta, adherida a la nevera con la ayuda de un imán, fue testigo de excepción de un crecimiento que, aunque más escaso de lo deseable, establecía centímetro a centímetro mi paso, y el de mis hermanas, de querubines blondos a adolescentes con acné. Años después, el color del papel terminaría adquiriendo tonalidades amarillentas, más propias de una edad adulta que no convence a nadie, hasta desaparecer entre restos de basura orgánica. En ella, Mafalda, esa cría con preocupaciones de mayores y cuerpo de maceta, consolaba a su hermano pequeño, abroncado por su madre tras disfrazarse de fantasma con una sábana recién lavada. «Los fantasmas, no se sabe, pero las madres existen… ¡existen, Guille, existen!» le decía con ese tono entre condescendiente y lastimoso.
Y es que de alguna manera, Mafalda somos todos, porque a todos nos gustan los Beatles, los crepes dulces o salados y nos cuesta cada día más trabajo comprender a la humanidad. Si no es así, por lo menos tendremos algún amigo que se llama Manolo, soñamos en invierno con Brigitte Bardot en la playa y nos preguntamos por cómo hará el tiempo para doblar las esquinas en los relojes cuadrados. Lo que está más claro que el agua es que Quino solo hubo uno, y además hizo tanto por nosotros que al morirse los bocadillos de sus viñetas cobran una nueva vida.
Es muy probable que en el futuro no se prohíba la sopa, ni que llegue la bondad a la política. Tampoco mandarán los jóvenes a pesar de superar en número a los viejos. Sin embargo, podremos decir que el 30 de septiembre de ese 2020 cabrón descubrimos cuál era el verdadero apellido de un dibujo animado convertido en mito. Sólo hace falta mirar nuestro carné de identidad. Gracias, maestro. Por todo.
