La televisión y Madrid nos matan

Sin ánimo de frivolizar convendría ir asumiendo que, además de «La Cosa» —me niego a referirme a la enfermedad por su nombre de pila—, hay dos elementos cotidianos que van desgastando poco a poco, como un martillo en el glande, no sólo nuestra moral, sino también la existencia, entendida como la capacidad de teletransportarnos a nuestro antojo en un tiempo encontrado. La primera es la televisión, convertida desde hace meses en ese baile ideológico y mareante del que no se salva ni «La isla de las tentaciones» —recordemos que follar también es política—. La segunda es Madrid, ciudad deshilachada, huérfana de todo aquello que la caracterizaba, es decir, de la gente, la noche y sus derivas. Si eliminamos a ambas de la ecuación se respira mejor. Un poco.

Porque este crack universal ha hecho de la distancia un pensamiento, incluso una forma de vida, y las noticias, sean del signo que sean, adquieren la forma de un jeroglífico. De ahí que en 2020 resulte más sencillo negar la evidencia científica o gritar ¡Hail, Hitler! a un reportero mal pagado que aceptar la realidad tal y como es. O al menos tal y como parece ser, así, tirando a marrón oscuro.

Sin embargo, y por enésima vez en la historia de la humanidad hay un remedio previo a la vacuna, método infalible para encontrar algo tan necesario como un latido. Además está al alcance de todos, urbanitas y paletos, rojos y grises, aventureros online y oficinistas. Consiste en cerrar las ventanas de casa, apagar la televisión, abrir un libro, pasar sus páginas y hacerse el muerto en la corriente. En ese inocente gesto, ruido de navajas cortando el aire, se encuentra la única verdad aplicable a todos: ficción en este mundo a la deriva.

Ilustración: Franco Fontana.

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