Poco o nada ha sucedido desde la condena del rapero Pablo Hasél por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la corona y las instituciones del Estado. Desde el 29 de enero, fecha oficial del golpe, he contabilizado una pancarta en la sede del Partido Socialista de Lleida, cuatro menciones en Facebook y algo cercano a la total indiferencia. Es comprensible tal y como andan las cosas por la superficie, con la palabra responsabilidad convertida en género no binario y los usuarios de la ¿libertad? de expresión entre la espada y el hambre. Algo tendrá que ver que los hechos, siempre sujetos a la interpretación personal y transferible de unos y otros, manden y que el silencio, a veces, sea «la peor mentira».
Por algo el mono Iwazaru se tapa la boca con las manos, el sordo gana millones con su música y los demás miramos hacia otro lado cuando los macarras nos escudriñan en el metro. ¿Pero qué sucede cuando se emplea el término parásito para referirse a un organismo que vive sobre otra especie o en su interior, ladrón para el que oculta una fortuna en la isla de Jersey y mafioso por darse paseos con los bolsillos llenos de euros recién planchados? Que te meten en la cárcel.
Al igual que Unamuno se enfrentó a Millán Astray bajo los gritos de ¡muera la inteligencia!, nos debe de quedar muy claro que «vencer no es convencer», que los malditos y mil veces malditos intelectuales, teniendo cultura y medios bastantes, tampoco envenenan a nuestras masas haciéndolas creer que la felicidad está en el crimen, sino que intentan —muchas veces sin éxito— desenmascarar el ardor de la mentira. El verdadero crimen reside en el engaño, nunca en la ficción de las palabras, aunque éstas contengan la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Contigo siempre, Pablo.
