Chick Corea apaga su Yamaha y de pronto caemos en la cuenta de su legado. Cada uno a su manera. Algunos como público, su sonrisa, otros como técnicos, las teclas de un piano, todos como melómanos conscientes del poder de la muerte, la única con la capacidad de convertir el jazz en tendencia, el inicio de la inmortalidad. Y es que más allá de obituarios, modos y 23 premios Grammy —más que U2 y John Williams—, en la obra de Armando Anthony Corea se escribe toda la música que se escucha y no se oye. Bach, Miles Davis, el heavy metal de sus «Three Quartets», todos esos baterías insoportables, España retratada fielmente por un yanqui, África en Cuba, el Real Book, los Moog y la electricidad, Paco de Lucía pensando en ponerse las pilas con el solfeo…, y la lista continúa después de 75 años de tocar, componer e improvisar, esas cosas tan raras que hacían los músicos. Murió a los 79 y le faltó todo el tiempo del mundo.
Porque si hay algo que definía a Chick, por encima incluso de sus composiciones, es el romanticismo del que escribe música porque eso es lo que le hace feliz y lo sigue haciendo a pesar de las dificultades, la soledad del corredor de fondo, el ardor, la falta de ingresos, el pentagrama como cruz y redención. Dijo: «No tienes que ser Picasso o Rembrandt para crear algo. Lo divertido, la alegría de crear, está muy por encima de cualquier otra cosa que tenga que ver con la forma de arte». Y así, todo el saber enciclopédico contenido en su obra se reduce a un juego. Hoy los pianos tienen 87 teclas y otro minuto de silencio.
