Los nazis siempre han estado presentes en mi vida y un poco en la de todos. Los recuerdo en el recreo, entre algunos de mis amigos, también en la calle y en los bajos de Argüelles. Además de los gestos grandilocuentes, el paseíto en grupo y una estética proletaria similar a la de sus antagonistas de izquierdas, poca ideología había ahí. De lo que se trataba era de infundir el miedo, pegar palizas a guarros e inmigrantes y llenar las paredes de símbolos ignífugos cargados de odio y mala letra. Hitler, Goebbels, Hess y compañía representaban una influencia en sus comportamientos, si no estética al menos vital: los nazis sienten una debilidad especial por repartir hostias, y de alguna manera, todos los violentos son un poco nazis.
Resulta extraño como ciertos medios de comunicación se niegan a utilizar esa palabra para definirlos, como si el hecho de obviar o negar la realidad implicara que ésta pudiera llegar a desaparecer. Sucede también con las palabras vinculadas a los bancos, la fe católica, el rey en todas sus generaciones y los pezones de Instagram. A diferencia de lo que sucede con los nazis, ahí sí que hay consenso y todo el mundo sabe lo que es un ladrón, un mentiroso, un caradura y la cima de una teta.
Por parte de la derecha el sinónimo empleado suele ser radicales, nostálgicos, ultraderechistas, jarabe democrático, chicos fornidos o ultras. En cuanto a los de izquierdas dudan entre nazis o payasos. Lo más triste en lo relativo al control por el discurso, sea del signo que sea, es que la verdad queda fuera del espectro por el poco interés que suscita o simplemente porque el significado de las palabras se ha deformado hasta tal extremo que pocos son capaces de emplearlo convenientemente. Digo pocos, porque algunos seguimos llamando nazis a los que hacen cosas nazis y además lo son.
