Adiós a las mascarillas

Queda claro que el mundo ha intentado doblegarnos. Así, después de un año y medio conviviendo con el miedo, el olor de encías y el suspense, se acerca el momento de decir adiós a las mascarillas como el que se despide de un enemigo. Y hay jarana, una alegría incontenible porque por fin los feos podrán seguir siéndolo y los guapos más guapos serán. Pero cuidado, sólo en exteriores, lo que significa que a partir de ahora todos aquellos que trabajen en el Zara, bares sin terraza y carnicerías se enfrentarán a una clase de amenaza instaurada desde mucho antes del virus: los que no se enteran de nada.

Y comenzarán las excusas: me la ha dejado en el coche; si es sólo un momento y además estoy vacunado, payaso; no respiro y me vendes un paquete de Marlboro… Pero también las quejas desde dentro: ¿por qué esperar al 26? ¡Esto es injusto! ¿Por qué yo no y los demás sí? Y entre medias muchos pondrán de moda ponerse la mano en la boca a modo de y el del estanco mirará con envidia a los viandantes que espiran el humo frente al escaparate. Y luego nos preguntamos que por qué hay que explicar las campanadas cada año.

Está por ver qué será de aquellos que la llevaron puesta en la barbilla o a modo de gorra para los días soleados. Quizás ellos sepan algo que el resto ignora, clase de elegidos que lo hacen todo a medias, es decir, mal. La única certeza es que las mascarillas cumplieron su función, nos irritaron la piel de detrás de las orejas, cubrieron los océanos con su manto de plástico, salvaron millones de vidas. Ahora, ¿quién nos salvará de nosotros?

Ilustración: Steffen Kraft aka Iconeo

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