Querida autoestima

Ay, autoestima… Cuando brillas por tu ausencia, uno se da asco. Aún peor, no merece esta vida de gente alta y con talento. Y todos conocemos la teoría que insiste en aceptar el cuerpo dado, una mente con falta de memoria y lunares en la cara. Tú, autoestima, en cambio, eres ese freno que detiene el impulso por miedo al daño, como si lo de delante y lo de detrás marcaran la hoja de ruta de todo lo que se arrastra, que es a uno mismo en su perfecta imperfección. En cuanto a ti en exceso, autoestima, produces monstruos y mucho gilipollas.

Para quererte, autoestima, hay que valorar el tiempo y lo que el tiempo permite hacer, normalmente poco porque cunde aún menos. Las pequeñas cosas dan forma a los días y los días nos construyen a pesar del deterioro. Sin embargo, la suma de las partes permite valorar el todo, un todo que cuelga, que se arruga, que hace ruido, pero es casa. Y nadie mea en la puerta de su hogar. En ese espacio privado no puedes entrar, querida, te quedas en el columpio del jardín, subes y bajas siendo consciente de que tu inquilino debe definirse a sí y por sí mismo. Tú de lejos.

Autoestima (dos puntos): el mundo te respeta tanto que ya cansas. Estás por todas partes, en los ojos de los hombres con jersey de cuello alto, en el gimnasio, en la música como fachada. Estás en mí, en los adultos con tallas de niño, en los frágiles y los que levantan peso muerto. De ahí que lo mejor sea el romance. La luz se apaga, el mundo arde y te beso fuerte hasta que te quedes ciega. Así, autoestima, brillas por tu ausencia. Y es posible soñar mirando adentro. Tú lo sabes.

Ilustración: Joan Cornellà

Del puto Brad Pitt

Están los hombres, pausa; luego está ÉL. Se llama Brad Pitt, tiene la edad de mi abuelo antes de morir y es, sin lugar a dudas, la criatura en conserva más hermosa del mundo. Y es que Brad va en contra de toda lógica. También de la vida y de su ritmo. Mientras los demás nos deshacemos, este rubio de bote renace cada año, como si la belleza estuviera a expensas de velas, divorcios y gravedad. Nadie lo entiende. Podría deberse a la genética, a su pecho de Oklahoma, ¿toxina botulínica? Chorradas. Brad Pitt representa el amor en la Tierra. Y eso nunca pasará de moda.

Es complicado mirarle y no sentir envidia o una necesidad irrefrenable de arrastrarlo a una cama, cerrar la puerta con doble vuelta e ingerir la llave. Normal que haya tenido seis hijos… Porque Brad —hay confianza— es esa esperanza a la que aferrarse, una muestra del envejecimiento made in USA que golpea al español medio con su mirada libre, más serena, más verde. Sí, la juventud es todo menos ciega, de ahí que la presbicia no impida disfrutar de él en una sala a oscuras, en un baño. Siempre nos quedará Brad Pitt, siempre.

Cuando sea mayor quiero ser Brad Pitt de viejo. También quiero su pelo, ese pecho sobre un tejado, quiero esas orejas chiquititas, esas arrugas de cirujano, esos labios en los que anida el colibrí. En el fondo, mirar esta fotografía me acerca a mi propia muerte y lo que es aún peor, a la muerte de casi todas mis aspiraciones. Con Brad se entiende que el antónimo de la belleza nunca sea la fealdad, sino la indiferencia. Y está bien que, por una vez, nadie la sienta al mirar a los ojos de un hombre solo, triste, inalcanzable. Brad, te amo.

Querer algo normal

Normal. Que fluye y ocurre espontáneamente y por esta razón es aceptado, lo común, lo que no afecta ni molesta a la propia persona ni a los demás. De tanto ansiar la normalidad hemos vaciado su carcasa. ¿Que qué es lo que quiero? Salud, un piso con luz y plantas que den flores, realizarme en el trabajo y terminar a las seis para hacer compra, ver películas con alguien que me aguante hasta los créditos… Porque, a pequeños rasgos, esta extravagante aspiración de todos denota falta de imaginación. Querer algo normal es imposible, más aire.

Y es que normal procede de las matemáticas y la escuadra de un carpintero, perpendicular, ángulo recto, perfección que mide la belleza. Nada que ver con gente que quiere, no se quiere y abandona, que no sabe y si sabe se aburrirá pronto. Así son las cosas y, siendo normales, las cosas son lo que tienen que ser. Pero, ¿por qué resultan tan inalcanzables? Por el poder concedido a esta palabra que promedia el mundo. La norma, un matrimonio con dos hijos rubios sonríe frente a una casa con jardín muy verde. Flash de foto, una mentira.

Aspiramos a ser normales sabiendo que la normalidad, en el fondo y la forma, es una mierda. En todo caso, querremos que lo próximo sea más de andar por casa, ya que el pasado y el presente parecen hechos a la contra. Quizás por eso nos ponemos una braga limpia cada mañana, colocamos los pies en el asiento para evitar la mirada de otro pasajero, dientes cepillados siempre en vertical. Anochece. Así nos pasamos la vida, huyendo de la costumbre para enfrentarnos al único miedo que da miedo, aquel de ser como los demás. Pues eso, plantas que den flores, lo normal, otro milagro.

Ilustración: Hiroshi Nagai

Adagio para Paul Newman

Auscultar a Paul Newman tiene algo de mágico y doloroso. En ese perfil, griego y por lo tanto americano, se concentra toda la belleza de la que el ser humano es capaz. Con Paul empieza y acaba el canon que une en dos iris al hombre profundamente mujer (por lo de ser indomable) y a la mujer que se apiada del Newman cuando suda. Entre medias, todos los géneros, incluido el western. Extraño, como raro es que siga siendo referente ahora que celebraría 97 años y un día, tiempo de reflexión para asimilar esa mirada de miradas, esa mandíbula que derrite glaciares e infiernos.

Cara, percha y cuerpo fueron su cruz durante décadas, también la razón de que quisiera esconderse y esconderlos, preservando al icono en un líquido amniótico lejos de las garras de la moda. En vida poco le importaban estas cuestiones de revista. De ahí su ardor por la velocidad: «las carreras las gana el más rápido», decía con un casco sobre la calavera. Él terminaba segundo, sin embargo los pornofilos cuestionábamos la trayectoria del perdedor. Eso y nuestra orientación sexual.

Si la inmortalidad existiera bebería en un vaso de caña y miraría a la Taylor lejos de un tejado de zinc, mejor frente a un acantilado. De hecho, Paul es inmortal y a las pruebas me remito. Por eso lo celebro soplando velas estando vivo y muerto. Cuando aún rodaba, mis vecinas me hacían la misma pregunta: ¿a qué huele Paul Newman? Yo respondía que a madre, a hijo con camisa vaquera abierta y a espíritu libre. Es así como recuerdo algo imposible de corroborar, es así como me enamoré de un actor, de un hombre, del hombre. Aquí mi adagio para todos ellos. Han vuelto y volverán siempre.

Ilustración: el tío más guapo de la historia

Scarlett Johansson

En Manhattan, Nueva York. Hace 37 años. Así que felicidades, Scarlett. Desde entonces te hemos escuchado crecer, también visto y adorado. Sobre todo esto último. Porque algunas veces —normalmente cada siglo— aparece una actriz que encarna a todas las mujeres en una, como si de alguna forma extraña los personajes confluyeran en una boca, y por ende en las fantasías nunca resueltas de hombres y mujeres. Y es que los primeros quieren ser como ella para saber cómo se sienten siendo diosas y las segundas aborrecen los cuentos de hadas, aunque ella exista.

Esto en lo que se refiere a lo que brilla. En el recuerdo y los fotogramas queda la mocosa con ojeras, la de la perla y otras piedras de olor, el punto de partido y su revolcón entre trigales, las luces de Tokio en aquella pupila con vistas a la soledad, su voz de autómata rota sacando a Joaquin Phoenix de la tristeza en línea… en definitiva, toda una vida vivida a través de sus ojos y los de los espectadores clavados en ella.

Resulta que hay actrices así, concebidas por una mente superior que, con el empujón de la genética, resultan convincentes interpretando a la Rebecca de «Ghost World» y a una superheroína de gatillo fácil. Da igual, siempre interesante, un poco de periferia, inalcanzable. En ese sueño que es el cine imagino que le rozo un hombro en un descuido, que ella ignora el gesto culpable y se aleja caminando por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera, dejando tras de sí una bandada de pétalos. Quizás algún día… y por eso hoy cumple años. Lo sé, no es el regalo que querrías, tú eres el mío, el nuestro. Happy birthday, Escarlata.

Arreglarse para quedarnos en casa

Cada viernes la escena se repite en cada barrio, en cada espejo de cada casa, aquí, en París o a las afueras de un lugar llamado Tierra. Y el sol se esconde a pesar de nuestra negativa a que lo haga, y las farolas iluminan la calle vaciada y el silencio se transforma en código morse. Es en ese momento, ni antes ni después, cuando uno se hace el loco y abre el armario, elige la mejor combinación posible, el azul con un toque de blanco, quizás un traje sin corbata o aquel vestido que teníamos reservado para una ocasión estelar, brillante como la promesa de una noche. Pasamos la cuchilla bajo el agua caliente, gel en cada recoveco, labios carmín, algo de rímel, rociamos perfume en la intersección del cuello y las muñecas y nos sentimos bien. Hoy es viernes, el mejor día para arreglarse y quedarnos en casa.

Con esta liturgia —impensable hace apenas un año— no pretendemos ignorar lo que sucede ahí fuera. Bueno, quizás un poco, pero se trata más bien de prestar atención a nuestro núcleo íntimo, sentir que estamos aquí y ahora sin estar en otro lado, jugar a ser terratenientes de una vida en pausa en la que todavía es posible vibrar sin hacer daño a los demás. Porque aspirar a impresionarse a uno mismo debería ser el mantra de este tiempo alambrado, lejos de miradas y gimnasios, de códigos y etiquetas. Cada uno la suya y todos en el sofá viendo alguna de los hermanos Cohen.

Algunos pensarán que se trata de un acto de inmadurez, pura frivolidad en el fragor del hospital. Nada más lejos, precisamente porque vernos guapos entre tanta muerte y cerrojo nos hace valorar en su justa medida el hecho de seguir respirando. Y así un reflejo se convierte en el mayor acto de resistencia frente al desastre de desaparecer ante nuestros propios ojos.

Ilustración: http://www.rikiblanco.net/portfolio/

La belleza tras las máscaras

Más allá de la obviedad de un mundo que imita el uso indiscriminado de mascarillas y la distancia existencial de los tokiotas, cabe destacar que, a medida que las integramos en la misma categoría que móvil y llaves, nos revelan detalles antes ocultos por la falta de práctica. Y es que si reparamos en el continente alrededor del contenido y a pesar del sombrero de Panamá, un par de gafas caras y ese trozo de tela con olor a encía cubriéndonos la cara seremos capaces de establecer sin temor a equivocarnos que la persona con la que nos cruzamos es bella o no. Solo hace falta saber mirar, de la misma forma que observamos un paisaje a la luz de una vela.

Así es como la cadencia de los pasos justos, el color de piel de sienes, brazos y piernas, el vaivén del pelo torneado por el sol, el rastro de perfume en el aire antes de desaparecer para siempre y las maneras típicas de los guapos —siempre acompañadas de material bucal de primera, nada de a 0,99— nos ayudan a componer los mimbres de la belleza estética cuando ésta no es una obligación, precisamente porque ahora arreglarse sirve de bien poco.

Con la llegada de la mascarilla creímos que la democracia real se instalaría en nuestras vidas de calle, que los feos, siempre sometidos por el látigo de la indiferencia, podrían competir en igualdad de condiciones frente aquellos que acaparan pupilas y suspiros, humedades y anhelos, pero toda esta nueva escena solo sirve para tener aún más presente que lo bello se completa a sí mismo y es tan grande que se esconde en los pequeños detalles.

Ilustración: Ito Shinsui

Tool, el triunfo de lo raro

Haz la prueba. Pídete una caña, dale un sorbo, toma aire y pronuncia —no en vano— el nombre de Tool entre las plúmbeas paredes de cualquier bar de la calle Corredera Baja. De pronto, los carlinos comenzarán a aullar en braille, el camarero levantará una ceja formando un letrero de neón y el silencio que antecede a una mala noticia desembocará en un torbellino con aspecto de agujero negro. En su interior, el tiempo y el espacio son variables que danzan a su ritmo, cerca del cinturón de Orión, ajenas al ciclo lunar y los incendios, tanto que las carreras de cientos de grupos de música se forjan y desvanecen en el plazo invertido por estos cuatro americanos en desgranar una sola canción. Ya no te digo si tardan trece años en sacar nuevo disco.

Lo que en principio es algo raro de por sí, lo es todavía más cuando compruebas que un grupo de música tan indescifrable como la Conjetura de Hodge es una de las formaciones más exitosas de todos los tiempos… y casi nadie habla de ellos, como si pertenecer a esa orden secreta exenta de popularidad «à la Justin Bieber» les concediera el privilegio de trascender estando vivos y en paradero desconocido, un día con pelucas, otro en un tuit, siempre amenizando nuestras vidas envueltas en una espesa oscuridad sonora.

Porque si hay algo que hemos perdido tú y yo en 2019 —músicos, melómanos y detractores de la música incluidos— es el misterio, no asistir por enésima vez a la retransmisión en directo de la grabación del disco de turno, con sus vídeos de adelanto y fechas debidamente publicitadas allanando el camino, facilitando la digestión de una canción-alpiste con video-letra-jaula, quizás dos, ¡ahora en todas las plataformas de streaming!, intentos fallidos en pos de un interés mediático que nunca llega. Piérdete en «Forty Six & Two«, mira el tercer ojo de «Lateralus«, sé abducido por «7empest«; así podrás odiarlos o amarlos, pensar, escupir, romper el cielo, admirar el milagro de la belleza de lo incomprensible.