La Semana Santa nos devuelve el miedo a todo lo inventado, con sus procesiones a paso de oruga, incienso y saetas en el aire, con esa fe de ultrasur tan típica del nazareno patrio. Así, el centro de la ciudad congrega a mucha gente y pocas personas, un tiempo de coronas de flores y espinas que, en el pasado, anticipaba nubes negras. Las cosas cambiaron este año. El tormento de verdad ya se acabó y los capirotes son las nuevas mascarillas, brilla el sol y, en alguna parte, alguien volverá a ser crucificado sin motivo. Cosas del hipervínculo. El agua… pa’ lavarse las manos, chiquillo.
Nadie puede escapar de su influencia, ni los carpinteros ni los que comen carne roja. Tampoco los que buscan la paz en el monte, porque fue ahí, precisamente, donde se consumó el mayor de los pecados: matar a un jipi a cambio de su gloria. Desde entonces, pagamos la factura, arrastramos una culpa que los más píos drenan con su propia sangre. Eso es cultura, la nuestra y se compensa con vino y la sensación de que Judas es el tapado de esta historia, de ahí que muchos sigan su ejemplo a rajatabla.
No todo es malo. Se irá rápido, Madrid es todo Zona Azul y por una vez se está mejor en las aceras que en la playa. Algunos han aprovechado para volver a casa. Se despertaron en otro país, vistieron a los niños y cogieron un avión de los baratos. Al aterrizar y ya en el un autobús, apoyaron la cabeza en la ventanilla, incapaces de contener la emoción en otro atasco de la A-6. El camino, la verdad y la vida están lejos de los pasos de Semana Santa, cerca de lo que late en nuestro pecho.
