Lo veo en el gesto de amigos, amantes, en pocos niños. Vivir como intento de equilibrio, emocional y prolongado. Pero, ¿alguien lo logra? Y, de poder lograrlo, ¿cuánto dura? Quizás lo que duran las sirenas de las ambulancias. Primero lejana, ahora se acerca, se aleja. Silencio. Porque ser o estar estable implica demasiados lazos entre lo visible y el olor de las naranjas, entre lo manido y lo nunca dicho, entre la sombra y la luz como abandono. Y uno mira el mundo, tan redondo, tan milagro, y no puede entender cómo es posible. La perfección mantiene el equilibrio. Y es imperfecto, estoy seguro.
Aseguran que solamente puede conseguirse en movimiento, como si parar, respirarse y conquistar la calma fueran los primeros intentos para golpear el suelo. Tampoco pasa nada si caemos. Es más, desde ahí abajo nadie parece hacer pie, todos luchan con la contradicción diaria de hacer menos para ser un poco más. Levantamos la cabeza y vemos al equilibrista. Siempre supo qué hacer en estos casos. Añade otra naranja al aire, sostiene una cuchara en la nariz y ve el abismo sin mirarlo, nosotros.
Hay que tirar de sentido del humor, también de risas, los únicos capaces de enderezar pasos y piernas. Traen armonía al miedo y los colores, cierto respeto, imitan la vida en el mejor sentido de la inestabilidad. El equilibrista sigue a lo suyo, llega al otro lado y demuestra que es posible, cuestión de incompetencia inconsciente primero, luego competencia consciente, ruta sobre un cable pelado. Resulta que aceptarse es el primer paso de muchos… hasta que el equilibrio aguante.
