Hay nacimientos cada día, luces, una promesa de volver a los salones. No hace falta esperar a la Navidad para encender la magia. Llega diciembre con sus nubes, y la ciudad centellea desde la cintura de los edificios hasta el cielo. A pie de calle hay gente intermitente, ajena a esos milagros que suceden, y que son el sol al otro lado, gestos, un «muchas gracias» bien dicho. Es la gente intermitente la que se apresura a comprar regalos, la que decora un pino muerto con estrellas y guirnaldas, la que corre porque la prisa lleva tiempo. Esa gente demuestra que quiere a los suyos cuando toca. Raro es el amor como regalo.
Todos deslumbramos en algún momento, aunque nadie nos lo recuerde. Luego cae la noche. Imposible brillar, brillar y brillar. Primero por una cuestión de ahorro. Segundo porque para brillar es necesario un apagón previo. Fue así que los animales inventaron el letargo, con el frío y una manta de nieve ahí fuera. El humano, como animal a la contra, decide consumir sus fuerzas cuando las moscas son un recuerdo de los días más largos del año.
A la gente intermitente quiero decirle que no pasa nada, que ser intermitente se hizo norma antes del frío. Las personas encendidas pasan desapercibidas para el mundo, iluminan rostros, ángulos, tal vez llegan a enero o se quedan en la cuesta. Esas personas (no gente) sueñan todo el año, duermen poco, tienden la mano como forma de vida fieramente humana. A esas las quiero más y más cerca, aún sabiendo que después del resplandor vendrá el silencio. Por una Navidad de luces apagadas, de ventrículo encendido.

Ilustración: Guy Billout