Para los del año de mierda

Muchos dirán que 2022 fue un año de mierda. A pesar de todo, crecieron en el trabajo, envejecieron con amigos o un gato cerca. Agradecen el apoyo y el cariño recibidos, y así lo manifiestan. ¿2023? Una ocasión para dar y recibir amor, para encarar nuevos retos, ¡para ser felices! Pues bien. Yo escribo para los del año de mierda a secas, personas (nada de gente) que preferirían habérselo saltado porque no hacía falta. Fue esa experiencia innecesaria, una broma entre el bochorno y la pena, el horror. Se sentirán afortunados de haberlo vivido… pero ya cuando se trate de un recuerdo al fondo, quizás en la Nochevieja de 2028.

Porque hay millones que agradecen la oportunidad y al mismo tiempo aborrecen el tiempo que les ha tocado. No hay nada de malo en decir que uno está mal o peor que antes, se trata de un derecho y ni la Navidad podrá arrebatárnoslo. Amigos, hermanos y futbolistas corroboran en la última noche del año que, así en general, atravesamos un intervalo para el olvido a todas luces. Su sombra nos alumbrará más tarde. Esto es una digestión pesada.

Cierto, la gratitud absoluta prescinde de palabras, de ahí que al comentar lo mejor de estos 365 días lo mejor sea callarse. Podemos expresar la gracia de otra forma, haciendo el bien, yéndonos a casa antes, prometiendo al karma que no volveremos a dar por hecho lo que nos vino dado. Mercedes Sosa cantaba «gracias a la vida que me ha dado tanto», y tenía razón. Demos gracias, pero no a este año de mierda. Habrá que encontrar la forma de ir perdonándolo por el daño causado.

Ilustración: Hiroshi Nagai

No le deseo feliz Navidad a nadie

No le deseo feliz Navidad a nadie. De eso ya se encarga el tiempo. Porque es fácil desear con las palabras cuando millones de bocas se repiten. El deseo de carne y hueso —el único que cuenta— «nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir», asume el riesgo de la felicidad ajena. El sol brilla, quizás por eso deseo agitar la tierra, desear sonrisas estando más triste que nunca, desear flores cuando mis plantas enmudecen con el frío, desear que la gente cene angulas mientras hiervo pasta con un poco de brócoli. El deseo es una forma de temor.

Deseo ver a Meryl Streep saliendo de un anticuario con margaritas de Shasta, de rudbeckias y equináceas, de magarzas y gerberas envueltas en un papel a juego con las botas, el abrigo y la luz de fondo. Deseo amor y enamoramiento sin moderación ni cava, regalos necesarios que nunca incluimos en las cestas. También salud de gimnasio, salud mental, salud a secas en un mundo que empuja en dirección contraria. Lo peor del universo está en nosotros.

No quiero olvidarme de desear algo bueno para los que desean cosas materiales sin saber que antes de morir desearán haber vivido de otra forma, con menos. Que quede por escrito, si no no existe. No le deseo a nadie una feliz Navidad, repito. Sí deseo con todas mis fuerzas que mi amigo Luis vaya encontrándose mejor, que Pablo vea en el tiempo y la paciencia un medio para el arte y que Segovia deje de oler a pis ante la amenaza de nieve. Madre, tú vive para siempre. No tengo que pedir deseos si deseo es lo único que tengo.

Las ilusiones

He estado pensando y comiendo jamón. La Navidad nunca defrauda. Algunos la llenan de regalos. Otros, en cambio, sienten el peso de sus horas, el deber y la familia, son incapaces de encontrar aire en este aire frío. Todo debidamente iluminado, todos a la sombra de un pino muerto. Así, los primeros vuelven para estar más cerca, regresan a la casa que los escuchó crecer. Los segundos, tristes y de ninguna parte, también vuelven. Pero lo hacen para darse cuenta de que están parados, de que viven una vida que nunca quisieron para ellos. No es la Navidad. La culpa la tiene la pérdida de ilusiones. Y los villancicos.

Y es que es raro no ilusionarse por un tiempo en el que se come lo que parió el mar y la felicidad pasa de buena estrella a adjetivo ubicuo. Hay belenes con ríos de papel de plata, gente con el iris lleno de destellos, vida en la Tierra, quizás en Marte. También certidumbres hermosas, amor de madre, la promesa del verano… un marco perfecto para desilusionarse. La realidad amortigua el sueño. Quizás por eso no ha nevado.

Sigo comiendo jamón. Observo la cara de un niño en la tele. Está sentado con las piernas cruzadas y una expresión como de copo. Desenvuelve con ansia. Ruido de papel de regalo. Observa el contenido. Silencio. Sonríe con esfuerzo y mira a cámara. Los dos sabemos que no le han traído lo que quería. Un libro, le han regalado un puto libro. Ya lo decía Billy Wilder: «La ilusiones son peligrosas, no tienen defectos». Tiene que haber vida en Marte, tiene que haberla.

Ilustración: Guy Billout

La tristeza de la lotería

La esperanza es un boleto no premiado. Porque hay más probabilidades de que nos alcance el rayo que de tener el 05490 en la cartera. ¿La gente se aferra a los números porque es Navidad o es Navidad porque la gente se aferra a los números? Con esa duda en mente vemos caer las bolas, unas bolas que parecen de madera y se insertan en alambres. Doscientas bolas forman una tabla que recuerda a un pincho moruno de los que no se comen. Ahí está la esperanza de la estadística, atravesada una sola vez entre cien mil. Millones miran.

Hay mucha gente fea que juega a la lotería. Está por todas partes. En la cola de las administraciones, en el centro de Madrid y descorchando botellas de cava. Son parte indispensable del jolgorio que complementa a un sorteo triste por sus tonos. Los niños de San Ildefonso llevan una corbata granate y ropa que les viene grande, pierden fuelle y se equivocan mientras la gente fea gana millones. Frente a ellos, una comitiva de tres sepultureros (podrían ser agentes inmobiliarios) vela las tablas de esta nueva ley, la del dinero caído de un bombo.

La lotería es un juego de aproximaciones y distancias. Por esa razón lo miro desde lejos. Resulta que tras terminar la ceremonia se celebra un epílogo en el que las tablas son expuestas durante siete días. Todo muy de velatorio con el suelo cubierto de botellas y confeti. Es un juego maravillosamente triste este, pero quita el hambre hoy, alimenta la esperanza del próximo año quizás. Lo peor no es la estadística, sino creer que las personas son décimos. Mientras haya vida seguiremos esperando. Y así toca.

Ilustración: Guy Billout

La gente intermitente

Hay nacimientos cada día, luces, una promesa de volver a los salones. No hace falta esperar a la Navidad para encender la magia. Llega diciembre con sus nubes, y la ciudad centellea desde la cintura de los edificios hasta el cielo. A pie de calle hay gente intermitente, ajena a esos milagros que suceden, y que son el sol al otro lado, gestos, un «muchas gracias» bien dicho. Es la gente intermitente la que se apresura a comprar regalos, la que decora un pino muerto con estrellas y guirnaldas, la que corre porque la prisa lleva tiempo. Esa gente demuestra que quiere a los suyos cuando toca. Raro es el amor como regalo.

Todos deslumbramos en algún momento, aunque nadie nos lo recuerde. Luego cae la noche. Imposible brillar, brillar y brillar. Primero por una cuestión de ahorro. Segundo porque para brillar es necesario un apagón previo. Fue así que los animales inventaron el letargo, con el frío y una manta de nieve ahí fuera. El humano, como animal a la contra, decide consumir sus fuerzas cuando las moscas son un recuerdo de los días más largos del año.

A la gente intermitente quiero decirle que no pasa nada, que ser intermitente se hizo norma antes del frío. Las personas encendidas pasan desapercibidas para el mundo, iluminan rostros, ángulos, tal vez llegan a enero o se quedan en la cuesta. Esas personas (no gente) sueñan todo el año, duermen poco, tienden la mano como forma de vida fieramente humana. A esas las quiero más y más cerca, aún sabiendo que después del resplandor vendrá el silencio. Por una Navidad de luces apagadas, de ventrículo encendido.

Ilustración: Guy Billout

La ruta de los regalos

Los Reyes Magos existen porque hacen todo lo que se les antoja excepto una cosa: decidir la ruta que nos lleva a sus regalos. Así, y para sacarle brillo al óxido, he repasado el trayecto que cada 5 de enero emprendía de la mano de mi padre. Misma ciudad, misma estación en otro tiempo. Claro, padre ya no está y si está es en la memoria, y uno tampoco es aquel niño que miraba de reojo las luces desde el autobús, aunque por momentos pueda rozar la piel de sus mejillas. El recorrido lo marcaba el 2 que pasaba (y todavía pasa) por Guzmán El Bueno y llegaba a la calle Princesa hasta detenerse en Callao antes del mareo. Al pisar la acera todo se disolvía ante una decepción próxima. Resulta que nunca recibimos lo que escribimos en la carta, en cambio, lo que más queremos se va pronto y nunca avisa.

Volver a la ruta de los regalos nos hace ser conscientes de que no hay nada en el mundo material, oro o coltán, que pueda compensar la ausencia. Quizás por eso me desando, vuelvo al bullicio de las calles cuando todo parecía un recién nacido con olor a castaña y elegía aquello innecesario —aún me ocurre—. Entonces padre cargaba con las bolsas, pedía un taxi y se preparaba para la acidez de las mandarinas bajo un pino cubierto de guirnaldas. Esta noche, tantos años después, guardaré el recuerdo en una caja y lo envolveré cuidadosamente para acomodarlo en el armario, junto a la ropa de verano. Ese es el regalo que deseo, ese que tuve, ese que brilla como la tierra vista desde la última distancia.

Ilustración: Masayasu Uchida

¿Es el roscón lo mejor de la Navidad?

Más allá de las creencias de cada uno, o la ausencia, parece que hay consenso respecto a este pupurrí de dentera y celebración unidos por un hecho irrefutable: lo mejor de la Navidad son sus actos paganos. Comer como un rey emérito o cenar un pavo real, beber para que pase rápido, gastar lo que viene evaporándose desde marzo o maldecir al Altísimo por este año de mierda… Da igual, todas dan gustito, aunque nada comparado con un roscón de reyes, probablemente el desayuno, postre o merienda más gocho de la historia de la repostería apóstata. Y es que por algo tiene su origen lejos del portal de Belén, más acá, en el campo, la cocina y sus labores, cuando los curritos celebraban el fin de la estación oscura antes de Cristo y en un año que se finiquitaba en febrero y no en diciembre. Casi igual que en 2020, pero en sentido contrario.

Así una masa de harina, huevos, rayadura de naranja, agua de azahar, torrentes de azúcar, bien de mantequilla y escabechinas por encontrar el premio gordo —el de Punta Humbría palidece ante el haba— se convierte en el acto central de una comedia que reparte monedas de oro entre las migas a partir del siglo XVIII… por iniciativa de Felipe V, of course. La cosa adquiere aromas pornográficos cuando un cocinero anónimo, al que le debemos la hormona de la felicidad, decide rellenarlo de trufa con chocolate blanco, crema de limón aromatizada o nata a secas. Un puto escándalo.

Por mi parte tengo que decir que los he probado casi todos: el de pistacho de Brulèe Panadería; la masa madre (de Dios) de Panem; el de la cola infinita del Horno de San Onofre; la esponja de trigo de Pastelerías Mallorca y el de limones verdes con chiles y jengibre escarchados, migas de galleta con mantequilla tostada relleno de chantillí de guayaba y frambuesas del bosque de Dabiz Muñoz, el grinch de los sabores. Y sí amigos, todavía es posible gozar en este mundo sin sal, precisamente porque dura lo que dura un roscón encima de la mesa.

Ilustración: https://saramaese.com/

Un sándwich para cenar el 24

Vivimos momentos excepcionales, probablemente los más de lo que nos queda de vida. Por eso ayer, 24 de diciembre, cené solo. Un sándwich de salchichón con mantequilla de Soria y un trago de agua. Por supuesto, en la cocina y frente a un bonsái de hoja caduca. Mientras tanto, madre y hermanas hacían lo propio al otro lado de la Mujer Muerta, lejos de la distancia de seguridad. A pesar de lo frugal no se trató de un acto grisáceo o consecuencia de la tristeza que nos impregna. Como dije al principio vivimos momentos excepcionales. Limpié las migas de un soplido, ignoré la reposición de Martes y Trece en La 2 y esperé pacientemente a que el rumor, procedente del quinto, se apagara antes de la una de la noche. La última persiana del inmueble cayó al ritmo mis párpados.

A las 8:36 sale el sol por Ríos Rosas. Un nuevo día. Cero atisbo de resaca y nubes. Resulta que el 112 apenas ha recibido llamadas de auxilio, los comas etílicos se contaron con los dedos de las manos y los pies, y once casas ardieron en una noche tirando a tibia. Ya se sabe: costumbres muy arraigadas en peligro de extinción temporal. Hoy casi todos desayunamos lo mismo: café, roscón o unas tostadas con tomate, y a todos, sin excepción, nos sube la bajona: se diría que es un 25 cualquiera… sin serlo.

Porque este tiempo dentro de otro tiempo, el de la Navidad difuminada en un discurrir con respiración asistida, nos sirve para entender que tampoco pasa nada por estar lejos si cuando compartimos mesa nuestra mente vuela lejos, que salir a correr en tal día como hoy es un acto de fe mal entendida, y que si hemos aguantado casi un año así ya aguantamos los que nos echen. Hay que sufrir un poco para apreciar lo que es pasarlo bien. Feliz mantequilla a todos.

Ilustración: Moussa Kone

Anatomía del 2020

Todos, y digo casi todos, nos vinimos muy arriba el día 31 de diciembre del pasado y viejísimo año. Joder, entre resoluciones y abrazos pudimos vislumbrar un más allá que por fin despejaba algunas incógnitas, desplegaba proyectos y despegaba de manera inminente. Error. Sucedió exactamente lo contrario… con la excepción de Amaro Ferreiro que ha disfrutado del tiempo de su vida durante estos meses de infierno-invierno.

Enero de 2020. Frío, pero virgen. Quizás algo más desapacible de lo normal en Irak. Ya se tramaba algo en el helicóptero de Kobe Briant. No pasa nada.

Febrero. Se dan las condiciones idóneas de vida en la tierra y podemos mudarnos a un apartamento con dos ventanas, echar a andar el nuevo negocio o simplemente ahorrar. Se respira el perfume de las rebajas. Es nuestro año, fijo. Además «Parásitos» logra el Oscar a la mejor película. El mundo puede y debe cambiar.

Marzo. Un señor con acento raro sentado frente a una bandera de la OMS declara una pandemia. Sí, en ese aquel momento la palabra sonaba a metáfora. Unos días más tarde cierran la torre Eiffel y muchos compatriotas regresan de Italia con tos.

Abrilmayojunio. Tres meses que cuentan por uno y representan la oportunidad de parar. Sueño húmedo para muchos, prolapso anal para otros. Esto va en serio. Habrá que esperar a julio para sentir los efectos secundarios de conocerse mejor.

Llega Julio. Salimos a la brillante claridad del día. Nada ha cambiado para cambiar para siempre. Efectivamente, aquel sueño húmedo muta en una ansiedad de caballo. Eso sí, en verano no se contagia tanto.

Agosto. Los rusos tienen la vacuna. Ay, dios mío. Podemos dormir tranquilos. Creo.

Septiembre. Un millón de muertos. Un uno y seis ceros sin rostro, ni velatorios. Un máximo de un abrazo por persona.

Octubre. Igual que septiembre con menos conciertos.

Noviembre. Gana Biden y pierde Maradona. La normalidad es una mascarilla con olor a encía.

Diciembre. Raphael se hace un lío escribiendo su nombre, la vacuna no es la panacea y lo único intacto es el pasado. A ver cuántas incertidumbres conseguimos aguantar en 2021. Seguiremos creyendo en la belleza del sueño.

Ilustración: www.craigfrazier.com

Este año puedes decir que odias la Navidad

Este año trae consigo un milagro: por primera vez será posible proclamar, sin miedo a pasar por un amargado, que odias los jerséis de renos y guirnaldas, los belenes con Fernando Simón de Jesusito en un pesebre y las reuniones con gente a la que quieres, pero no soportas. En definitiva, que la Navidad es un entretiempo de urticaria, y más cuando la banda sonora es el puto villancisco de Mariah Carey. Y es que el Grinch también se ha empoderado, toma las riendas del consumo y señala con el dedo largo a aquellos que se comen la fruta escarchada del roscón, compran un abeto que tiran junto a las cáscaras de mandarina y vuelven a casa. Porque pocos vuelven, y si lo hacen es con una PCR de regalo del hombre invisible, ¡a Belén pastores!

Pero ¿cuál es el perfil del enemigo de los polvorones sin agua y la chimenea chisporroteando? Sabemos que no tiene la cara de un duende verde. Ni siquiera gruñe o se come a los cachorros de pomerania. Simplemente es incapaz de entender el emoji de la interrogación dentro de un recuadro, se niega a colgar las luces en noviembre y desenchufarlas a finales de junio, maldice a la monarquía y bebe zumos naturales coronados con una rama de apio. En definitiva, es un duende sin atributos ni descendencia, y el pasado, el presente y lo de más allá le motivan lo mismo que hacer la cola en Doña Manolita.

Incluso con su retrato robot en la nevera resulta muy difícil de localizar. Ahí podría estar, o no. Incluso tú podrías formar parte de su ejército en algún momento, sobre todo pasados los 50. La cuestión es que se ha librado del estigma de Ebenezer Scrooge y los gremlins, y propaga la única enfermedad que debe unirnos cuando el mundo flota entre familias: estamos aquí para algo más que para pensar en nosotros mismos, solos, con campanadas de fondo o en el silencio de la nieve al caer. Y así la Navidad tiene sentido sin Mariah.

Ilustración: Kawase Hasui