Hoy hace dos años. Poco más que añadir, o mucho. Desde entonces, las noches cuentan insomnios, las tardes ratos sin desvelo. Porque en la prehistoria, es decir, en 2020, los 14 de marzo servían para celebrar el final del primer quinto del año o Santa Matilda. Aquello quedó desplazado por la realidad en su peor versión, y en ella estamos, reconstruyéndonos. No es poca cosa cuando se enumera por encima: una pandemia mundial, otra guerra civil con atisbos de nuclear y esa sensación de que pase lo que pase nunca se pasará. Los niños, en cambio, siguen atrapando copos de nieve con la boca. Hay esperanza. Y en ella hay vida.
Hoy hace dos años. Repito. En esos tiempos de los de antes las pesadillas aguaban el café de la mañana. Ahora nos ponen de buen humor. Extraña forma de ir tirando. Pero ya se sabe que cualquier subterfugio vale en estos casos. Es más, tanta es la ficción acorralándonos que se venden menos entradas para conciertos, obras y películas. También menos pisos. Razón: portería. Al ir a preguntar me encuentro con una anciana en el vestíbulo. «Buen día, joven». Debo serlo si lo dice sonriendo tras la mascarilla.
Hoy hace dos años que lo invisible nos da un ala. Aspirar a dos implica beber o tocar con los amigos. Si uno lo piensa con resaca, esta mierda ha sacado lo peor de nosotros sin arrancarnos la bondad del todo. Hablar con madre, volver a casa sabiendo que casa es cualquier parte, saber que los aniversarios sirven para perder la noción del tiempo… Ha cundido por defecto. Seguimos subiendo la cuesta para ver el abismo iluminado. No hay otra.
