Hoy hace dos años

Hoy hace dos años. Poco más que añadir, o mucho. Desde entonces, las noches cuentan insomnios, las tardes ratos sin desvelo. Porque en la prehistoria, es decir, en 2020, los 14 de marzo servían para celebrar el final del primer quinto del año o Santa Matilda. Aquello quedó desplazado por la realidad en su peor versión, y en ella estamos, reconstruyéndonos. No es poca cosa cuando se enumera por encima: una pandemia mundial, otra guerra civil con atisbos de nuclear y esa sensación de que pase lo que pase nunca se pasará. Los niños, en cambio, siguen atrapando copos de nieve con la boca. Hay esperanza. Y en ella hay vida.

Hoy hace dos años. Repito. En esos tiempos de los de antes las pesadillas aguaban el café de la mañana. Ahora nos ponen de buen humor. Extraña forma de ir tirando. Pero ya se sabe que cualquier subterfugio vale en estos casos. Es más, tanta es la ficción acorralándonos que se venden menos entradas para conciertos, obras y películas. También menos pisos. Razón: portería. Al ir a preguntar me encuentro con una anciana en el vestíbulo. «Buen día, joven». Debo serlo si lo dice sonriendo tras la mascarilla.

Hoy hace dos años que lo invisible nos da un ala. Aspirar a dos implica beber o tocar con los amigos. Si uno lo piensa con resaca, esta mierda ha sacado lo peor de nosotros sin arrancarnos la bondad del todo. Hablar con madre, volver a casa sabiendo que casa es cualquier parte, saber que los aniversarios sirven para perder la noción del tiempo… Ha cundido por defecto. Seguimos subiendo la cuesta para ver el abismo iluminado. No hay otra.

Ilustración: Guy Billout

¿Y qué hacemos ahora sin Mark Lanegan?

Mark Lanegan se murió mientras yo observaba mi sombra en la pared. Curiosa forma de irse hacia la luz. Porque con él se rompían casi todas las reglas menos las de la belleza, una tela que tejía con un micro, siempre diciendo adiós con la certeza de volver a verlo. Pestañeas y el mundo anochece. Hemos y he perdido la voz de todas las generaciones extraviadas y, en cambio, nada más fácil que reencontrarse en sus canciones de sierra, repletas de un dolor tan extraño que apacigua. Así cantaba, como si perdiera el aliento. Será por eso que yace a los cincuenta y siete años entre montes verdes, convertido en memorias de vaqueros rotos por las rodillas, camisas de leñador y el pelo por los hombros, una parte de nosotros que aún palpita.

Nunca quiso destacar entre tanto saltinbanqui y ha terminado sus días encerrado en discos tan espinosos como únicos. Algo tenía que ver su voz, siempre al rescate, de la misma forma que un padre sujeta la cabeza de su hijo al vomitar. Y ahí nos quedábamos, estáticos, mudos y mirando hacia nosotros, que es todo lo que hay que hacer cuando uno escucha bien. Así se hizo compañero de día y leyenda de un tiempo que se acaba, coche fúnebre y fanfarria, uno de los nuestros por su resistencia a olas y tendencias.

Pronto se van los mejores, extraña forma de justicia en la Tierra. Esta noche, mientras todo resuena menos y la oscuridad se dobla hacia fuera, escucharé su música hasta quedarme dormido. Ahí, en una cama sin testigos ni estrellas, Mark construirá de nuevo ese lugar a salvo de los demás bajo la sombra del lugar más bonito del mundo. Descansa, querido Mark. Todo esta tristeza nos recuerda lo felices que nos hiciste.

40 años de turra Metallica

«Incluso los mejores grupos de rock sólo duran 10 años». Esta afirmación es cierta cuando el verbo utilizado implica relevancia. Da igual con qué oídos miremos las canciones, las de antes y las de hoy, lunes omicron. Al finalizar esa ventana temporal (año arriba o abajo) llega la ruptura, igual que un matrimonio todoterreno regresa al amor de los compañeros de piso. Si la banda se empeña en seguir entonces las buenas canciones escasean o directamente desaparecen, ¡adiós al pelo largo! Tú eres otra persona, quizás peor, y tu grupo favorito también; entonces comienza la ampliación del campo de batalla. Así funciona: los grupos van y vienen y la música se regala en Spotify. Eso sí, los jevis a lo suyo, cantando «Master of Puppets» pasados los cuarenta.

Por supuesto, solistas y músicos de jazz quedan exentos de la década macabra. Cuenta más la habilidad y la savia de las nuevas incorporaciones que la personalidad que insuflan al proyecto, y por lo tanto hay carreras que se estiran como un chicle y llenan el Wizink. Entonces, ¿cómo es posible que Metallica siga arrasando cuarenta años después? Sencillamente porque sus miembros originales siguen vivos. Cambiar de bajista implica no cambiar nada, palabra de Cliff Burton.

Un grupo de música resulta de la suma anómala de sus partes. Si falta alguien porque muere, pasa de aguantar al cantante o se construye una mansión en Zahara de los Atunes, el flujo muta, se desequilibra el caos. Todos los intentos posteriores a los diez años añaden poco o nada excepto en el caso de Radiohead y Bob Dylan, pero ellos van aparte y además son feos. Metallica han conseguido matarlos a todos, cabalgar el rayo, amaestrar al titiritero, impartir justicia y editar un disco sin portada, todo del 83 al 91. Aún les quedan un par de años buenos. Felicidades a todos menos a Lars.

Ilustración: Stephan Schmitz 

Todavía resuena el 11S

Hace veinte años un mundo sin párpados se desplomaba ante las Torres Gemelas. También lo hacía la gente dentro del mundo, una versión joven que recuerda dónde estaba a las 14:46 precisas de un martes. Era la hora del perrito caliente o el principio de la siesta, y por primera vez asistíamos al nacimiento de la guerra en directo. Palabra extraña la palabra guerra, más teniendo en cuenta que la paz resulta inalcanzable. En apenas unos segundos, la realidad se convertía en nube de humo y extrañeza, superando a la ficción sin intentarlo, igual que el dedo que toca el mando que cambia de canal.

Mirar en aquella Panasonic cúbica de casa implicaba hundirse en la materia de la que está hecha el horror, la que distorsiona la hora en los relojes, la que se pregunta qué sucede cuando lo peor nunca se deja atrás. Y a eso no podíamos renunciar, no, tuvimos que seguir mirando. Luego llegó el silencio fileteado por la voz en hilos de Matias Prats, testigo involuntario de una noticia que aún retumba como el primer día, el primero de las vidas de muchos neoyorquinos y españoles. Porque al igual que podemos sentir como propias las desgracias ajenas, a partir del 11 de septiembre los años se cuentan por distancias.

Theodor Adorno, 1944: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Resulta que tenía razón. Como siempre, ignoramos los consejos de los que más saben y ahí seguimos, escribiendo desde 2001 para juntar los pedazos del 11 y el 77 de American Airlines, del 175 y el 93 de United Airlines, intentando en vano devolver aquellos aviones y su pasaje al lugar al que pertenecen, entre la tierra y el cielo, ahora recuerdo. Extraños los juegos de la memoria, más aún la capacidad de muchos para continuar andando, volando estando rotos. El tiempo no cura, solo alivia. A las pruebas me remito.

Ilustración: Anónimo

Kurt Cobain

Hoy. 27 años desde que Kurt Cobain lo dejara… con 27 años. Porque a veces los números importan por aquello de contar las balas. Se pegó un tiro después de odiarse a sí mismo toda una vida. También odiaba lo absurdo de una industria voraz; la responsabilidad (nunca asumida) de ser un ejemplo para millones de adolescentes; lavarse el pelo… Yo engullía una tortilla de patatas cuando escuché la noticia por la radio y días más tarde vi la foto: una pierna y un brazo extendidos sobre el suelo y un oficial de policía de rodillas tomando notas. Diagnóstico muy turbio; el «grunge» entraba en coma.

Es extraño lo que nos pasa por la cabeza cuando desaparece un íntimo al que nunca hemos visto en persona, quizás de lejos en algún concierto. De pronto, percibimos esa última nota, sus canciones se solidifican en el tiempo y el recuerdo y, sin querer, algo en nosotros se apaga. Es una pérdida abstracta, él en Seattle, nosotros en Madrid, dolorosa sin llegar al llanto de la pena pena. Sabíamos que nada dura para siempre, nos negamos a creer que todo termine tan rápido.

A diferencia de las historias de terror en las que «algo» que no debería estar vivo respira, en la de Kurt sucede lo contrario. Con el aniversario de su muerte la leyenda florece, refresca el ambiente, anticipa el verano. A estas alturas poco importa el misterio que siempre rodeó sus últimas horas, precisamente porque otro misterio reside en sus canciones, ruidosas, rápidas, con olor a rollo adolescente en chaquetillas de lana. Es verdad que con las luces apagadas es menos peligroso, pero aquí estamos nosotros, sobreviviendo, y él sigue a lo suyo, entreteniéndonos 27 años estando vivo.

Ilustración: http://www.cocodavez.com

Cómo desaparecer completamente

Hace 20 años se publicaba «Kid A». Y, como siempre que una obra maestra es alumbrada, nada cambió. De hecho, desde aquel día, el mundo no ha hecho más que deshacerse por los polos, biodegradarse por obra y omisión de sus más ínclitos habitantes, lo que viene a poner de manifiesto, una vez más, el poder personal e intransferible de la música. La noticia a día de hoy, además de que Trump se ha librado de una muerte añorada por muchos, es que sus 50 minutos de duración se adaptan perfectamente al signo del presente, un tiempo para cerrar las cortinas de la habitación, encender un cigarrillo imaginario y desaparecer completamente.

Porque las canciones del cuarto trabajo de Radiohead hablan de una mente ansiosa, de la melancolía infinita, con su bilis Super Glue-3 y sus cajas negras repletas de ortigas, del humor como recurso ante el vacío y de la necesidad de escuchar música cuando las cosas dejan de tener sentido. Será porque fue escrito en un momento en el que Thom Yorke luchaba contra el espectro de la popularidad. Ante semejante demostración de sentido común, Michael Stipe le recomendó por teléfono que repitiera el siguiente mantra: «No estoy aquí. Esto no está ocurriendo». Y escribió un disco.

Lo más extraño de todo es que, dos décadas después de su parto, escucharlo de nuevo produce en nosotros una sensación parecida al júbilo, como si de pronto fuera posible mover los huesos rodeados de desconocidos y compartir vaso, besos, sudor y algo parecido al amor lúbrico. Así es como uno llega a la conclusión de que las canciones tristes siempre nos ponen de buen humor. Las malas, tristes. Oda a la vida, oda al chico A.