¿Y qué hacemos ahora sin Mark Lanegan?

Mark Lanegan se murió mientras yo observaba mi sombra en la pared. Curiosa forma de irse hacia la luz. Porque con él se rompían casi todas las reglas menos las de la belleza, una tela que tejía con un micro, siempre diciendo adiós con la certeza de volver a verlo. Pestañeas y el mundo anochece. Hemos y he perdido la voz de todas las generaciones extraviadas y, en cambio, nada más fácil que reencontrarse en sus canciones de sierra, repletas de un dolor tan extraño que apacigua. Así cantaba, como si perdiera el aliento. Será por eso que yace a los cincuenta y siete años entre montes verdes, convertido en memorias de vaqueros rotos por las rodillas, camisas de leñador y el pelo por los hombros, una parte de nosotros que aún palpita.

Nunca quiso destacar entre tanto saltinbanqui y ha terminado sus días encerrado en discos tan espinosos como únicos. Algo tenía que ver su voz, siempre al rescate, de la misma forma que un padre sujeta la cabeza de su hijo al vomitar. Y ahí nos quedábamos, estáticos, mudos y mirando hacia nosotros, que es todo lo que hay que hacer cuando uno escucha bien. Así se hizo compañero de día y leyenda de un tiempo que se acaba, coche fúnebre y fanfarria, uno de los nuestros por su resistencia a olas y tendencias.

Pronto se van los mejores, extraña forma de justicia en la Tierra. Esta noche, mientras todo resuena menos y la oscuridad se dobla hacia fuera, escucharé su música hasta quedarme dormido. Ahí, en una cama sin testigos ni estrellas, Mark construirá de nuevo ese lugar a salvo de los demás bajo la sombra del lugar más bonito del mundo. Descansa, querido Mark. Todo esta tristeza nos recuerda lo felices que nos hiciste.

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