Ay, autoestima… Cuando brillas por tu ausencia, uno se da asco. Aún peor, no merece esta vida de gente alta y con talento. Y todos conocemos la teoría que insiste en aceptar el cuerpo dado, una mente con falta de memoria y lunares en la cara. Tú, autoestima, en cambio, eres ese freno que detiene el impulso por miedo al daño, como si lo de delante y lo de detrás marcaran la hoja de ruta de todo lo que se arrastra, que es a uno mismo en su perfecta imperfección. En cuanto a ti en exceso, autoestima, produces monstruos y mucho gilipollas.
Para quererte, autoestima, hay que valorar el tiempo y lo que el tiempo permite hacer, normalmente poco porque cunde aún menos. Las pequeñas cosas dan forma a los días y los días nos construyen a pesar del deterioro. Sin embargo, la suma de las partes permite valorar el todo, un todo que cuelga, que se arruga, que hace ruido, pero es casa. Y nadie mea en la puerta de su hogar. En ese espacio privado no puedes entrar, querida, te quedas en el columpio del jardín, subes y bajas siendo consciente de que tu inquilino debe definirse a sí y por sí mismo. Tú de lejos.
Autoestima (dos puntos): el mundo te respeta tanto que ya cansas. Estás por todas partes, en los ojos de los hombres con jersey de cuello alto, en el gimnasio, en la música como fachada. Estás en mí, en los adultos con tallas de niño, en los frágiles y los que levantan peso muerto. De ahí que lo mejor sea el romance. La luz se apaga, el mundo arde y te beso fuerte hasta que te quedes ciega. Así, autoestima, brillas por tu ausencia. Y es posible soñar mirando adentro. Tú lo sabes.

Ilustración: Joan Cornellà