¡Se sienten, coño!

¡Se sienten, coño! Es curioso cómo unas palabras pronunciadas hace cuarenta años siguen vibrando con igual o mayor intensidad en este 2021. Y es que a pesar de lo que la historia —al menos la oficial— nos cuenta con sigilo, ese intento de golpe de Estado del 23F no se conformó con intentarlo, sino que prosperó adquiriendo formas más democráticas que escondían un fondo enraizado en el totalitarismo. Es verdad, los militares enfundaron las pistolas, los tanques regresaron a las bases y un rey ahora tránsfuga sustituyó a un dictador hueco, sin embargo, ese espíritu, el de la violencia institucional, el fascismo y los privilegios de las minorías, se mantuvo intacto. Al igual que sucedió en el hemiciclo a las 18:23 y en las calles ayer por la noche, algunos fueron y son capaces de plantarles cara, sin embargo, sobrevuela esa sensación de que la «victoria» cayó del lado de la mediocridad. Y si la derrota es huérfana, entonces los perdedores se quedaron con todo.

A pesar de un panorama más negro de lo habitual por causas que a nadie se le escapan, seguimos sentados y en alerta, con serias dudas sobre la libertad de expresión y los llamados derechos fundamentales vulnerados cada día.¿De qué sirve conmemorar este día cuando los más jóvenes deben exiliarse? ¿De qué valen los brindis cuando en la reconciliación del país reside la victoria? ¿Qué sucede con la memoria histórica cuando sus testigos presenciales y radiofónicos ocupan su lugar entre las lápidas?

Algunos mantienen la cabeza alta, otros son consumidos por el miedo y, mientras tanto, los de siempre observan la realidad desde lo alto, con una media sonrisa y la certidumbre del que confunde convencer con abusar. La paz social se consigue con pequeños gestos, esos de los que prescinden los medios y nunca son tendencia. Es por esa razón que algunos seguiremos soñando por otro país en el que la dignidad esté despojada de honores y conmemoraciones, la dignidad entendida como el grito del cambio, coño.

Ilustración: http://www.mariamedem.bigcartel.com

Las cosas no cambian, cambiamos nosotros

«Las cosas no cambian, cambiamos nosotros», decía un Henry David Thoreau presumiblemente desnudo en su cabaña con vistas al lago Walden. Y es que tampoco hace falta abandonarlo todo —Thoreau recibía visitas casi a diario— para darse cuenta de la extraña relación que mantenemos con nosotros mismos a lo largo del tiempo. Así nos enfrentamos a esas fotografías en papel brillo, instantáneas en las que nos cardábamos a la última, y no podemos más que rendirnos a la evidencia: cómo hemos cambiado y cómo se nos ocurriría salir así a la calle. Lo mismo ocurre con el libro que leímos siendo críos y retomamos con arrugas. Las palabras son las mismas y, sin embargo, resuenan de tal manera que uno se pregunta si la edición fue adulterada mientras dormíamos, es decir, mientras vivíamos.

Es curioso porque, a pesar de estar en guardia y ser conscientes de una realidad que muta para mantenerse, también nos aterrorizan las actualizaciones del iPhone y el Logic, la nueva indumentaria del equipo de turno y la posibilidad de montarnos en un coche que conduce solo. Y si al final todo lo que hacemos se hace para mejorar, vamos, cambiar lo que somos, pues tampoco sabemos si el cambio del cambio nos deja como antes o si renunciar a él viene a confirmarlo.

Mientras nos perdemos, basta con mirar fijamente a la montaña, nunca estática, o al jardín adquiriendo las tonalidades marcadas por la trayectoria del sol. Ambos, y a diferente altura, representan un oasis al margen de lo que arrastramos desde marzo de aquel año borroso, mientras que nosotros existimos igual, pero de otra manera. Dentro de cinco cumpleaños miraremos con los ojos de este miércoles 27 y podremos decir que el mundo era otro por aquel entonces, que nosotros nacimos un día como hoy, como mañana. Cambio y corto.

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Si Greta debería estar en el cole, ¿los demás dónde?

Nadie sabrá nunca a ciencia cierta cuándo sucedió. Simplemente ocurrió. De pronto, el medio ambiente dejó de ser preocupación vital, ese problema que afecta a 7.000 millones de personas —con algún miope de VOX quemando rueda— para convertirse en alineación ideológica y, por lo tanto, en política. Por un lado, la izquierda con sus mítines apocalípticos, esgrimiendo humos de superioridad moral. En la otra costa, lejísimos, la derecha y su mensaje de ruido y furia indiscriminada contra aquellos empeñados en dar visibilidad a la emergencia planetaria. En medio, Greta en un barco de papel, ejércitos de adultos con ojos abiertos y sus niños perdidos en un mar de plástico.

Y es que la niña enfadada ha aumentado la temperatura del debate —1,4 grados desde 1880—, y de la contaminación hemos pasado al trueque de palabras. Ahora el cambio climático es crisis, la misma que acecha nuestro bolsillo cada ocho años, quizás debido a que la mera posibilidad de llegar a desaparecer como especie es ahora una certeza (casi) ineludible. Sin embargo, los escépticos y negacionistas, ansiosos por escuchar crecer los márgenes antes que a la humanidad, no tienen ningún reparo en llamar inquisidora, puta loca o subnormal a una adolescente sueca. En ese sentido aquí no hay ni subterfugios ni eufemismos atmosféricos.

Lo mejor sería que todos esos ágrafos medioambientales regresaran a la escuela. Frente a la señorita Thunberg, desprovista de título y menor de edad, aprenderían a juntar las vocales y las consonantes, después las frases exclamativas y las oraciones subordinadas, para terminar escribiendo en la pizarra: «¡Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo!». Nos guste o no.

El día que mi despertador fueron los pájaros

La ciudad nos ha devorado. Tanto es así que ni siquiera somos conscientes de su estructura interna, boca deforme compuesta por infinitos nervios que, mucho antes de la llegada de Zara, confluían en el centro urbano, amurallado o no y del que partían rebaños de ovejas, ahora turistas ávidos por hacerse una foto junto a Winnie de Pooh. La bestia anda suelta y está en nosotros.

Porque aunque no lo sepamos, los núcleos urbanos inventaron el concepto de naturaleza, una quimera con aspecto de vergel —sin plaza de garaje— delimitada por un cielo entre montañas, a salvo del yugo de las prisas, el humo y el hormigón que, progresivamente, desaparece ante nuestros ojos, sometida por el peso de la presión demográfica con aspiraciones convencionales, véase una casita en la playa, viajar en agosto, quizás un huerto… Ahora hay más bicicletas, los patinetes adelantan a los viejos de las aceras, el calor expulsa el veneno que recorre sus arterias y expediciones de coches esperan su turno para el merecido descanso, mejor cerca del mar, plástico salado en el que meditar naufragios de buques con todo vendido.

Aquella mañana fui consciente. Había dejado atrás la ciudad para adentrarme en la pausa publicitaria del pueblo. Me desperté sobresaltado por las campanas de la iglesia y el trino de los vencejos, las chovas de pico rojo y los pardales. Cerré la ventana de mi habitación y regresé a la cama. Ahí tumbado, con el sudor resbalando por mis sienes, me di cuenta de que, sin querer y en apenas veinte años, los charcos para mi reflejo estaban secos, había intercambiado estrellas por CO2, paisajes por patios interiores, soles por relojes. Y la libertad se transformó en añoranza.

La ira como motor del cambio

Es cierto que el amor, no confundirlo con el enamoramiento y su flor de pasión, nos empuja a tomar, sino las más trascendentes, al menos las decisiones mas fieramente humanas de nuestras vidas: envejecer frente al mar junto a la misma persona, levantarnos todos los días con el sol para garantizar el presente y el futuro de los más pequeños, escribir canciones que perduren más allá de la próxima glaciación planetaria…

Por el contrario, el miedo nos lleva al pánico, un callejón sin salida que nos convierte en un eslabón más de la cadena, la herramienta ideal de ese poder fáctico que consigue modelar a un ciudadano poco crítico —simple amasijo de carne y tendones desprovisto de masa gris— y establecer la inacción como norma. Y el pánico nos lleva al dolor.

Entre medias del amor y el miedo surge la preocupación, un estado de inquietud rayano en la angustia que, de persistir en el tiempo, desemboca en la depresión y, en el peor de los casos, en el suicidio por la ingesta de pastillas. Porque a veces la batalla se pierde y otros continúan en las trincheras del día a día y la paroxetina…

De entre todos estos estados del alma surge uno que cuenta con la incomprensión de la mayoría, quizás por la enorme cantidad de cadáveres que dejó a su paso, pero poseedor de una capacidad inaudita para cambiar tu realidad, y por lo tanto la realidad de todos los que te rodean. En lugar de reprimirla y empujarla al pozo de tu psique puedes mirarla a los ojos, mantenerla cerca de tu ventrículo y lejos del odio, sacarla a la calle y que grite, que diga que no, que no le gusta lo que veis y que juntos apuntalareis vuestra casa, el barrio, vuestra ciudad, el mundo. Porque si la naturaleza, la expresión más elevada de la belleza desprovista de magia, demuestra en ocasiones su poder de destrucción, tú puedes emplear la tuya para todo lo contrario. Y la ira se transformó en amor, por ti, por mí, por todos los demás.