Hay en Madrid un halo de luto. La seguridad implica, al parecer, defensa como forma de agresión, presupuesto sin fronteras. Ahora, esta mañana, desfiles de coches fúnebres continúan su marcha por el centro, vuelan, extienden su metástasis hasta dominar el cuerpo: hoteles caros, carreteras de asfalto caliente, aire lleno de sirenas, helicópteros. Entonces los curiosos se congregan bajo las acacias, comentan, y los hosteleros sonríen sin saber que este pan viene con mugre. Es un hecho, ni siquiera el ruido espanta las tinieblas de un apretón de manos. Ellos a lo suyo, en la cumbre, el resto en el abismo de la gasolina y el aceite.
Debe de ser raro contemplar el mundo desde arriba o acelerando en cada recta. Te llevan y te traen, observas el paisaje detrás de una luna tintada o una habitación con vistas. Trece entrantes en la comida, aceituna esférica y bogavante con pomelo antes del postre. Después una foto delante de un monolito OTAN-NATO. La rosa de los vientos indica la dirección hacia la paz. Sopla norte procedente del Atlántico. Imposible saberlo en la pecera en la que vives. El mundo sigue en guerra, arde, gira.
Entonces detengo la bici frente a la comitiva, muestro mi disgusto con el pulgar hacia abajo y una señora ríe a carcajadas. Hay una nube en el cielo. Para defenderme de la agresión escucho a Wilco muy alto en el móvil. «Impossible Germany, unlikely Japan, wherever you go, wherever you land». Resulta que la belleza de la música, con sus tres acordes y un solo de guitarra que tararean en el las Noches del Botánico, puede más que todos los países de la alianza. El mundo es lo que uno quiere que sea. Ellos en su abismo, nosotros en la cumbre.
