Ellos en abismos; nosotros en cumbres

Hay en Madrid un halo de luto. La seguridad implica, al parecer, defensa como forma de agresión, presupuesto sin fronteras. Ahora, esta mañana, desfiles de coches fúnebres continúan su marcha por el centro, vuelan, extienden su metástasis hasta dominar el cuerpo: hoteles caros, carreteras de asfalto caliente, aire lleno de sirenas, helicópteros. Entonces los curiosos se congregan bajo las acacias, comentan, y los hosteleros sonríen sin saber que este pan viene con mugre. Es un hecho, ni siquiera el ruido espanta las tinieblas de un apretón de manos. Ellos a lo suyo, en la cumbre, el resto en el abismo de la gasolina y el aceite.

Debe de ser raro contemplar el mundo desde arriba o acelerando en cada recta. Te llevan y te traen, observas el paisaje detrás de una luna tintada o una habitación con vistas. Trece entrantes en la comida, aceituna esférica y bogavante con pomelo antes del postre. Después una foto delante de un monolito OTAN-NATO. La rosa de los vientos indica la dirección hacia la paz. Sopla norte procedente del Atlántico. Imposible saberlo en la pecera en la que vives. El mundo sigue en guerra, arde, gira.

Entonces detengo la bici frente a la comitiva, muestro mi disgusto con el pulgar hacia abajo y una señora ríe a carcajadas. Hay una nube en el cielo. Para defenderme de la agresión escucho a Wilco muy alto en el móvil. «Impossible Germany, unlikely Japan, wherever you go, wherever you land». Resulta que la belleza de la música, con sus tres acordes y un solo de guitarra que tararean en el las Noches del Botánico, puede más que todos los países de la alianza. El mundo es lo que uno quiere que sea. Ellos en su abismo, nosotros en la cumbre.

Ilustración: Guy Billout

El final de todas las cosas

El 24 de febrero, Rusia invadió Ucrania. Ese día, muchos madrileños fueron a nadar. Desde entonces, el mundo, es decir, Madrid, gira como siempre, en precario, incapaz de entender el fin de todas las cosas. De todas, sí, de los paisajes con pájaros sobre tendidos eléctricos, de los domingos tristes y las cenas entre amigos calvos. La idea de que la vida termine de forma abrupta se explica con un dedo apretando un botón. Después se produciría un destello y la Tierra seguiría suspendida en el espacio bajo una nube radioactiva color ocre. Mientras tanto, una parte de los seres humanos a lo suyo, en piscinas de agua sin cloro y esperando a los niños a la puerta del colegio. Ese es el escenario de la primavera nuclear, ¿pura ficción?

Pues bien, existen tantas cosas tan terroríficas a este lado de la realidad que muchos preferimos hacer como si nada, no por falta de interés o empatía, sino porque levantarse de la cama implica arrestos. «Manténte en el lado soleado aunque apeste, camarada», nos repetimos frente a los almendros en flor y los cadáveres en Bucha. Y lo sabemos, estamos abocados a la extinción, pero tampoco hay que forzar el desenlace por cuestiones geopolíticas y gente muy mala muy mala en busca de la mala gloria.

Así hemos aprendido a vivir, por pura torpeza e incompetencia. La alternativa a la ceguera resulta insoportable, incluso para los corresponsales que narran la muerte en titulares. Tendrán que comer todos los días… Queda claro que este es nuestro legado, un reguero de contaminación y sangre, también de olvido, la única manera de volver a empezar cada mañana. Extraño porque, a pesar de todo, el amor sigue ahí para salvarnos, único recordatorio de un fin que termina en un latido. Y después nada.

Ilustración: Guy Billout

Hoy hace dos años

Hoy hace dos años. Poco más que añadir, o mucho. Desde entonces, las noches cuentan insomnios, las tardes ratos sin desvelo. Porque en la prehistoria, es decir, en 2020, los 14 de marzo servían para celebrar el final del primer quinto del año o Santa Matilda. Aquello quedó desplazado por la realidad en su peor versión, y en ella estamos, reconstruyéndonos. No es poca cosa cuando se enumera por encima: una pandemia mundial, otra guerra civil con atisbos de nuclear y esa sensación de que pase lo que pase nunca se pasará. Los niños, en cambio, siguen atrapando copos de nieve con la boca. Hay esperanza. Y en ella hay vida.

Hoy hace dos años. Repito. En esos tiempos de los de antes las pesadillas aguaban el café de la mañana. Ahora nos ponen de buen humor. Extraña forma de ir tirando. Pero ya se sabe que cualquier subterfugio vale en estos casos. Es más, tanta es la ficción acorralándonos que se venden menos entradas para conciertos, obras y películas. También menos pisos. Razón: portería. Al ir a preguntar me encuentro con una anciana en el vestíbulo. «Buen día, joven». Debo serlo si lo dice sonriendo tras la mascarilla.

Hoy hace dos años que lo invisible nos da un ala. Aspirar a dos implica beber o tocar con los amigos. Si uno lo piensa con resaca, esta mierda ha sacado lo peor de nosotros sin arrancarnos la bondad del todo. Hablar con madre, volver a casa sabiendo que casa es cualquier parte, saber que los aniversarios sirven para perder la noción del tiempo… Ha cundido por defecto. Seguimos subiendo la cuesta para ver el abismo iluminado. No hay otra.

Ilustración: Guy Billout

Los animales

Ya no se recluta a las bestias para la guerra. Se acabó eso de cargar muerte y suministros sobre elefantes y mulas, palomas y camellos. Ahora la munición y las noticias las transporta el hombre y la fibra, jóvenes con rodilleras en su defecto. Los gatos ven pasar lo trenes de la tristeza y siguen a lo suyo, buscando esquinas en la que dejar su olor, pidiendo comida detrás del cristal. Maúllan en un frío sólido, como de soga alrededor del cuello, ajenos a los límites fuera de su cerco de leche. Será por eso que mujeres y niños buscan hogar en camas de países vecinos. Extraña geografía del horror. Fieras nosotros.

Como un gato observo a los caballos desde la ventana de una casa de campo. Duermen, aunque podrían estar muertos. Un hombre agreste se acerca a la parcela y grita algo que no llego a entender. Así reviven las mal llamadas bestias, porque los verdaderos animales ocultan su vergüenza en uniformes, arrebatan a la fuerza lo que pertenece a los que ya se fueron, a los que resisten y a otros que vendrán con lágrimas y patria. Las únicas fronteras son montañas y valles, bosques y mar. Así lo confirma el perro a mis pies.

Levanta la cabeza, gira sobre sí mismo y me observa con cara de recién nacido. De alguna forma nos entendemos sabiendo que no hay por qué gustarse. Así comienzan las grandes historias de amor. Mientras, el sol sale de detrás de una nube y ellos, el gato, el caballo y el perro, los tres, respiran un aire de paz. Domésticos sí, pero también indomables. Entonces llego a la conclusión de que son los animales los únicos que miran de verdad, siempre al ventrículo, porque sólo ellos saben lo que está sucediendo, que es la vida en el mal sentido de la palabra.

Ilustración: とつかみさこ

Enviar armas para la paz

Repito. «Enviar armas para la paz». En cinco palabras se concentra toda la vergüenza de la que somos capaces. Pero así funciona el anuncio orquestado por países salvadores en el que se ha convertido esta guerra, la misma de siempre con otros ojos. De ahí los discursos que apelan a la víscera, a la unión, al qué hacer, qué decir, qué pensar, cuando, en realidad, ya lo sabíamos. Pura épica. Se señala el origen del mal, de repente un tirano imprevisible, y a cambio se le conceden metros y muerte, no vaya a ser que le dé por cortar el suministro y Europa se quede a oscuras. Más aún.

Desde mi casa a 3.635 kilómetros de Kiev, todo se ve turbio o demasiado claro, depende de las nubes y el 5G. Y uno sabe cuál es su opinión, pura ignorancia, pero no sabe qué hacer, de ahí que sean las pequeñas y grandes historias de la resistencia las que nos den la justa medida del sufrimiento. En sus rostros se concentra la única lucha que merece librarse: la lucha por la vida. El resto es ruido de bombas y barbarie en el tablero de la geopolítica, una ciencia dominada por todos mis vecinos.

Resulta que si queremos mantener el equilibrio y la estabilidad en Ucrania y los 194 países que la rodean, hay que velar las armas y guardarlas a buen recaudo. Deponerlas implica renunciar a la paz. Esta contradicción se convierte en nuestra trinchera invisible, por lo que tendemos a desterrarla cada día. Es más, a las 14:00 horas estaré cantando en Radio 3… y el mundo en guerra.

Ilustración: Nakajima Kiyoshi

Y pensábamos que no podría ir a peor

Pues parece que habitamos una espiral descendente achatada por los polos. Y no lo digo yo, sino el peso de los tweets y las noticias. Algo tendrá que ver la edad, pero así en general, llevamos un rato intentando recobrar el aliento, detener el día en un gesto feliz, observar de lejos un planeta sin enfermedades, ni guerras ni inviernos. Todo resulta en vano porque la vida era esto, trampas que uno no puede ignorar si lo que pretende es, precisamente, caer en ellas, síntoma de pulso. Así vamos dándonos forma más que encontrando, simplificando en lugar de extender las fronteras del huerto que nos ha tocado. En definitiva, para que nos vaya bien hay que mentirse un poco.

Hay algunos que han decidido enamorarse de Zendaya. Otros, en cambio esperan una subida de sueldo, se aferran al sueño de poder comprar. Bien. Sin embargo, la mayoría opta por el oficio. Subir a la montaña —solos o con niños— y esquiar. Entonces comienza a llover y la nieve que cubría la ladera desvela trozos de roca, tierra parduzca y hierbajos. Ante la imposibilidad de lo antes posible, terminan deslizándose pendiente abajo en un trineo de bolsa de basura. Y ese es el gesto feliz que mencionaba.

Mientras tanto, todo seguirá flotando, como siempre sucedió desde que el humano dejó atrás las escamas para convertirse en una máquina del daño. De pronto, los aviones han dejado de sobrevolar el cielo del Este, los occidentales miran hacia dentro y nadie sabe nada porque nadie sabe si verá la paz. Ante tanta incertidumbre, lo mejor es repetirse que «así empieza lo malo cuando lo peor quedo atrás». Y nos mantenemos bajo la luz del Sol.

Ilustración: refinery29.com

Fuck Putin

Fue un encuentro lleno de piel y jadeos, la mejor manera de acercarse cerrando ventanas al ruido de ahí fuera. Terminamos, que es lo mismo que comenzar otra vida en horizontal. Entonces la calidez de la cama se convirtió en balsa. Ella a mi lado y yo al suyo recorrimos con la mirada el claroscuro de una habitación que olía a sexo. Porque sólo desnudos y con la respiración entrecortada se habla sin las ataduras del orgasmo, una forma de confianza que en ocasiones desvela secretos, intimidades, cieno. Ella era ucraniana. Abrió los labios y giró el cuello. Entonces la luz del odio iluminó mi rostro al mencionar a Putin; «fuck Putin», para ser más exactos.

Hablaba con la calma del que se resigna. Asumir que familia, amigos y toda tu realidad cercana dependen de los imperios vecinos se digiere con dificultad. Ya incluir a Rusia en la biografía genera nauseas. Entonces afloran las hambrunas provocadas por Stalin, los intentos por repoblar el Donbás con soviéticos de ojos grises, las imposiciones del Este a la contra de una cultura propia lejos de la frontera. Entonces las fallas dan lugar a abismos. De ahí la furia.

Cuando terminó de hablar no supe qué decir. Tomé aire en busca del silencio en el silencio. Para la mayor parte de los occidentales, la guerra no dejaba de ser una palabra llena de significados huecos, como de rumor de bombas al otro lado y más allá. Hasta ahora. Me incorporé en busca de mi ropa. Sentí en la nariz aquel perfume de canela. Antes de salir de la habitación quise volver a mirarla, decir adiós para, quizás, volver a vernos. Ella lloraba. Y supe que no era por mí.

Ilustración: Extracto de Ángel caído de Cabanel

La guerra ha muerto, viva la guerra

Pensábamos que sería distinto. Más teniendo en cuenta que la lógica del presente retuerce las palabras, el mundo. Así, la ignorancia se considera un atributo, la libertad una terraza, pero la guerra, en cambio, mantiene su significado íntegro, su metástasis. Forma de agresión artificial, acapara realidades —tantas como ventrículos— con el cadáver de un virus aún tibio en urgencias. Al menos este enemigo de la vida cuenta con nombre y apellidos, ojos de cuchillo y montaba osos de menos viejo. Si nos paramos a pensarlo no odiamos a Putin, odiamos la guerra. Por eso vuelve. También la lluvia.

Resulta que la paz vende menos, sale cara en términos de influencia. Malditos sean los territorios. De ahí que se recurra al horror cuando el paisaje se vuelve estático. Entonces surgen las frases contra la barbarie porque, de alguna manera un tanto extraña, sabemos que la mejor arma sigue siendo la paz y el amor de su recámara. También que no sólo morirán los muertos, también una parte en los vivos. Y el amarillo y el azul de una bandera con sentido… por un tiempo.

En cada conflicto hay una derrota total. Nadie gana, ni siquiera aquellos que se saben vencedores. Quizás por ello se suceden los enfrentamientos, humana forma de demostrar un imposible. Queda claro que el lenguaje ha fracasado donde lo harán tanques y balas. En cuanto a la verdad y las razones de un ruso, poco importan si los ríos se tiñen del color del atardecer y las casas se llenan de viudas y crucifijos. Odiamos esta nueva contienda, precisamente porque el odio nos ha llevado a conocerla. No hay guerras mundiales, todas son civiles. Todas.

Ilustración: http://www.nytimes.com

Ameristán

Cada día. Una tragedia tiene lugar en alguna parte del mundo, fuego en Ávila, éxodo en Afganistán, y los telespectadores reaccionan con un gesto, quizás un comentario o un emoticono que llora. Después pasan a otra cosa. El siguiente tweet surge rápido y profundizar en las razones de lo sucedido da pereza. Así algunos aprovechan para criticar al pirómano de turno («Sánchez sigue de vacaciones en La Mareta a costa del erario público») o renunciar a la democracia occidental, esa rellena de derechos del hombre sin mujeres cerca. También los hay que prefieren reconocer que no se enteran de nada. En todo caso, conviene culpar de todo a los americanos porque, ¿no son acaso los Estados Unidos responsables de los peores males exceptuando la hamburguesa?

Hasta donde sabemos, el grado de antieuropeísmo varía según la época o el precio de la gasolina. Sin embargo, ese sentimiento de odio hacia el país más poderoso, más libre, más todo alcanza niveles históricos con la caída de Kabul este lunes. Claro, los talibán tienen lo suyo, pero el fin de la guerra coincide con la entrada de unos y la salida de otros… por la puerta de atrás. El rastro de los americanos huele agrio, deja miles de muertes en su huella Timberland y la sensación de que las grandes expectativas terminan, casi siempre, en pesadilla. El sueño queda para las noches de verano.

Los árabes los odian por el amor de Alá; los británicos se odian a sí mismos porque no los odian lo suficiente; los alemanes fruncen el ceño al ver que Adolf se apellida Reagan, Bush, Obama o Biden y los españoles nos alegramos de que se equivoquen tanto; ¡por fin tenemos razón! Por su parte, Europa se desmorona, América continúa hundiéndose en su breve historia y mientras los problemas de la clase media nos ciegan a casi todos, otros intentan coger un avión rumbo a un mundo dislocado.

Ilustración: http://www.holliefuller.co.uk

Apoyo a Palestina

La guerra es un enigma. En ella la vida se suspende, importa menos o nada. También lo es para aquellos que observan el conflicto desde la distancia, la trayectoria de los misiles en un cielo oscuro ahora iluminado. La guerra muta, adquiere infinitas formas de hacer daño. Puños, piedras, balas, bombas, palabras escritas o al viento… de eso se nutre, y los espectadores, a salvo en la seguridad de sus casas, intentan desentrañar las causas: Génesis 15:18-21; 1948; el reparto de tierras, la ocupación y los desahucios; las fuerzas armadas de Israel y Estados Unidos contra Hamás y la Yihad Islámica. Los bandos se forman en el epicentro de la lucha, también en países fronterizos y a miles de kilómetros. El poder así lo exige.

Soy incapaz de hablar de la guerra porque es una representación, un párrafo, un rumor de lejanías. Sin embargo, siento el dolor del débil, la pérdida, el empleo (nada casual) del verbo intransitivo morir para unos, «67 palestinos han muerto desde el lunes», frente al verbo matar de «los misiles de Hamás, la Alianza Islámica y la Yihad han matado al menos a seis (escrito con letra) civiles israelíes, incluyendo a un niño de cinco años y a un soldado». Cuando el lenguaje actúa con esa parcialidad sólo significa una cosa: el combate se libra entre uno grande y poderoso y uno pequeño y enclenque.

Así sobreviven en la frontera de Gaza, entre escombros y calles mudas, rodeados de extraños que acribillan el presente mientras los mismos sacan provecho de la muerte y sus conocidos. De nuevo la guerra nos sorprende con otra incongruencia. Nadie la gana, nadie se cansa de hacerla. Y por eso miramos hacia otro lado. ¿Sirve de algo demostrar mi apoyo a Palestina? Supongo que no, por eso lo hago público.

Ilustración: http://www.davidebonazzi.com