La repetición

Son días de los de antes, de mañana al carboncillo, con su intermedio para el hambre y el regreso a casa. Hay algo en la repetición que reconforta. También fatiga por defecto. Será porque insistir deja espacio para lo vivido, permite dar aliento al aire del presente. No lo sé. Sí sé, en cambio, que entre lo reconocible cuesta intuir, intuirse, mirar de cerca lo que tantas veces vimos, palpar la carne de los pómulos y esa certidumbre de la piel nueva siendo arruga. Por eso andamos, para no dejarnos atrás. Los que corren desplazan esqueletos hasta un hueco bajo la hierba púrpura. Interesa, el verbo no es casual, el dios de las pequeñas cosas, con minúscula, de paso lento y silencio de azucena y halógeno.

Son meses de los de antes, con el ruido visible del avión y un chorro de luz sobre la frente. Los mismos de siempre, pero otros, distinta fecha que también emplea dígitos. La aritmética, ese invento de los árboles, trae el recuerdo de la muerte de padre y resta días al embarazo de Macarena. Hacen mella y, sin embargo, al suceder volvemos al tiovivo de las estaciones. Otoño, otoño, otoño y otoño. En ellas y dentro de ellas, lo nuevo está por nacer y deshacerse, lo usado se resiste a la basura.

No es un año de los de antes porque de serlo habría venido de cabeza. Llegó eterno y se irá brisa, pasando por encima de muchos, nosotros, esos cada vez más nada a medida que crecemos y nos crecen. Así pasa, luego pasan, los años, ellos, alejándonos del mundo, fabricando una galaxia que lo abarca todo porque el olvido viaja en la memoria. Fuimos los días en los meses y los años. La repetición corrobora lo contrario.

Ilustración: Guy Bilout

Madrid, la terraza de Europa

Resulta que allá por los setenta, miles de españoles se montaban en un Mini y conducían deprisa hasta Perpiñán para ver culos, tetas y a Marlon Brando bailando tango. La cosa duró lo que la censura tarda en quedar en evidencia, y cada país siguió a lo suyo: Francia a defender su cine y España a abrir bares. Décadas después la cosa no sólo no ha cambiado, sino que el trayecto se realiza en dirección contraria vía Air France. Basta darse una vuelta por el centro de Madrid, una ciudad-terraza que ahora acoge a miles de franceses con sed, más que nada porque llevan desde el pasado mes de octubre sin museos, cines y bistrós. Y claro, en momentos así es inevitable pensar en las palabras de Zaratustra: «Nuestro sol es la envidia de los extranjeros», a lo que Max Estrella contesta: «¿Qué sería de este corral nublado?». Pues exactamente lo mismo que ahora.

A veces resulta inexplicable nuestro empeño en fomentar la cultura del bar, ahora de acera, más teniendo en cuenta la penible situación de sus trabajadores: horarios muy jodidos, mal pagados y a deshoras… De hecho, y aquí incluyo a todo el país, fuimos potencia mundial con 277.539 establecimientos que, tras la pandemia, se verán reducidos a la mitad tirando por lo alto. Y a pesar de ello, volveremos a la carga, saturando los barrios y las islas, resistiéndonos a admitir la necesidad de un cambio en el que implicar a más ciudadanos en el desarrollo de las ciudades. Es tan absurda la dirección inherente a este país —y de esta ciudad en particular— que quizás por eso el mundo avanza dando vueltas.

Ahora que la libertad se confunde con la libertad de movimiento resulta más fácil de entender algunas cosas. La Tierra tiene forma de hielo derretido porque así somos incapaces de ver nuestro destino, España acoge a millones de turistas para que se gasten su dinero en cañas y después se piren y los madrileños fuman muchísimo y hablan a voces, sobre todo entre las cinco y las diez de la noche. Al final lo que mejor se nos da es improvisar, muy fría y con poca espuma. Y así nos va… bien.

Ilustración: Ray Morimura

¿Es el roscón lo mejor de la Navidad?

Más allá de las creencias de cada uno, o la ausencia, parece que hay consenso respecto a este pupurrí de dentera y celebración unidos por un hecho irrefutable: lo mejor de la Navidad son sus actos paganos. Comer como un rey emérito o cenar un pavo real, beber para que pase rápido, gastar lo que viene evaporándose desde marzo o maldecir al Altísimo por este año de mierda… Da igual, todas dan gustito, aunque nada comparado con un roscón de reyes, probablemente el desayuno, postre o merienda más gocho de la historia de la repostería apóstata. Y es que por algo tiene su origen lejos del portal de Belén, más acá, en el campo, la cocina y sus labores, cuando los curritos celebraban el fin de la estación oscura antes de Cristo y en un año que se finiquitaba en febrero y no en diciembre. Casi igual que en 2020, pero en sentido contrario.

Así una masa de harina, huevos, rayadura de naranja, agua de azahar, torrentes de azúcar, bien de mantequilla y escabechinas por encontrar el premio gordo —el de Punta Humbría palidece ante el haba— se convierte en el acto central de una comedia que reparte monedas de oro entre las migas a partir del siglo XVIII… por iniciativa de Felipe V, of course. La cosa adquiere aromas pornográficos cuando un cocinero anónimo, al que le debemos la hormona de la felicidad, decide rellenarlo de trufa con chocolate blanco, crema de limón aromatizada o nata a secas. Un puto escándalo.

Por mi parte tengo que decir que los he probado casi todos: el de pistacho de Brulèe Panadería; la masa madre (de Dios) de Panem; el de la cola infinita del Horno de San Onofre; la esponja de trigo de Pastelerías Mallorca y el de limones verdes con chiles y jengibre escarchados, migas de galleta con mantequilla tostada relleno de chantillí de guayaba y frambuesas del bosque de Dabiz Muñoz, el grinch de los sabores. Y sí amigos, todavía es posible gozar en este mundo sin sal, precisamente porque dura lo que dura un roscón encima de la mesa.

Ilustración: https://saramaese.com/

La gente que lee

La gente que lee sueña mejor. Incluso son mejores personas, precisamente porque callan. Quizás porque entre las manos sostienen un libro ingrávido de vidas ajenas que a la vez son las suyas, durante un trayecto, con cada latido, con cada gesto entre páginas que silban. La gente que lee son mayoritariamente ellas, con el cuello curvo ante el precipicio, las manos sueltas y firmes, las pupilas ladeándose y la certeza de que, suceda lo que suceda, será mejor que levantar la vista. Porque la gente en una encrucijada de palabras se permite el lujo de bajar la guardia, recibir golpes que dejan una huella con olor a mar, sin marcas y un marcador, en ocasiones un lápiz que sirve para recordarles que lo leído ya existía en ellos sin saberlo; y por eso sonríen.

Leer es maravilloso. En ocasiones mejor que escuchar música. Sin embargo, observar a un lector es una experiencia similar a comenzar un libro. Su anatomía se afloja, vuela bajo, renace. También al hacerlo en diagonal, o pensando en cosas más mundanas. Es con la lectura que un hombre es árbol sin raíces y conectado a la mujer de enfrente, que una mujer es luz en el reflejo de una ventana húmeda, que un niño es hombre, mujer, tal vez el viejo que da de comer a las palomas.

La gente que lee me gusta mucho. Incluso más que terminar un libro. Será porque en todos ellos existe la promesa de lo próximo, de lo que llegará y se resiste a llegar y al mismo tiempo no es lucha. Porque en los libros se encuentra todo menos el sexo en los baños públicos. Bueno, eso también, pero limitado por la imprenta. La gente que lee es un misterio idéntico al orgullo de los libros leídos, a ese hacha de tinta «que rompe el mar helado dentro de nosotros».

Iustración: Bruce Weber

Política: una cuestión de fe

Por fin. Después de una larga travesía en el desierto iniciada en 1978, la política española ha alcanzado la gloria del vestido de filetes de Lady Gaga, un pecado concebido en el que las verdades carecen de peso específico y son suplantadas por una estampita de la Virgen de los Dolores, una mentira repetida muchas veces mucho y aquel mantra en el que las palabras ya no sirven, precisamente porque el mensaje es una cuestión de fe. Y ya se sabe que la creencia es el antiséptico del que lo ha perdido todo… menos el humor.

¿Cómo entender si no que Abascal realice alegatos a favor de los homosexuales, que Casado sea un modelo en el espejo caracterizado por la inacción convenientemente iluminada y que Díaz Ayuso, siguiendo las premisas de Miguel Ángel Rodriguez ¡Bajón!, sufra en sus propias carnes estrábicas la circuncisión de la desescalada, la huida hacia delante, la pérdida de miles de madrileños, un Via Crucis de portada que deja sin argumentos a sus rivales políticos y a una parte considerable de la población sana entre comillas?

Y es que en política no gana el que esgrime las mejores razones, ni siquiera aquel que obtiene el mayor número de votos, sino el que resiste al desempleo y la muerte, el que agota a un adversario atónito frente a una revelación que es carne de meme. Lo más curioso de todo este entuerto es que fe, porno duro y esperanza son ahora los mimbres de una «iglesia alt-right» levantada sobre un país en ruinas. Mátame, camión. Por cierto, Díaz Ayuso huele a sudor.

Ilustración: Franklin Booth «Echoes from Vagabondia – ‘She rose and wondered…crept to the door and fled back to the forest.’ ”

La verdad sobre Japón

Existen cientos de guías de viajes, webs, consejos enlatados sobre qué hacer y ver en Japón. Tokio y Osaka, Okinawa o Tokunoshima, katsudon casero o minicreps de plátano y nata en el metro… Al final, el viaje se hace demasiado corto como para saborear a duras penas la eterna lucha entre la oscuridad más garajera del samurái beodo y el respeto más absoluto por el otro, por lo otro, por lo de más acá. Porque esta es la verdad, no un consejo de bloguera: el país del neón naciente es todo lo que aspiramos a ser y salió mal.

Aquí los turnos de trabajo van desde las 9 a las 25 horas y el currito cumple con su cometido diligentemente, de manera robótica y magnética, como si el hecho de saber que en los baños hay siempre papel y jabón diera cierta tranquilidad al local y al extranjero. Uno cabezón, el otro bailarín con ojos de conejo al que le dan las largas. Y es que el visitante primerizo no sabe que en Japón la vida sucede a pie de calle y, sin embargo, el premio espera en la décima planta. Cuando no toca solamente hay que hacer tiempo hasta las 11, prórroga etílica en la que ellas florecen, gimen como ratoncitos ciegos y ellos hablan tan alto como un siciliano viendo el fútbol. Por cierto, si eres negro o hirsuto te hincharás a follar en las saunas.

No es tan caro —a excepción del tren bala y el champagne de Ginza—; la acera huele a caldo, rosas pisadas con pies del 36 y soledad; mueren por atropello —con el móvil en la mano—; la presión social es tan axfisiante que pixela el alma y los genitales; no saben decir que no y cuando por fin les sale convierten su cabeza en bola de demolición; la comida arde y los gatos son personas; el cielo es de peluquería, el sol un vidrio color manzana Fuji y pisar los charcos en kimono una obra de arte. Ahora bien: ¿por qué los japoneses que se van nunca regresan? A esa verdad debemos aferrarnos, ahí radica el secreto del mundo flotante.