Yo soy de Ayuso

Juro que he visto esta foto en el perfil de un ser humano. «Yo soy de Ayuso» escribió él solito. ¿Qué significa ese aforismo? De repente, la suciedad genera bandos en la sociedad. Es más, viene acompañada de mariachis. Por fin se puede elegir entre contratos a dedo y matones, los que roban contra los que espían, la del fondo rojo frente a los azules y populares, como si el mal estuviera sujeto a la discreción de la audiencia, que lo está. Otra cosa es manifestarlo públicamente, aunque en este caso es comprensible visto el comportamiento de esta gran familia. Familia, digo, mafia hermanada. Pierden los votantes, sobre todo aquellos que van un poco más allá de las cosas del poder y siguen apoyando al partido.

Porque la violencia así, cruda y a la encía, puede entenderse en caso de despecho. Seguro que Isabel y Pablo copularon en alguna fiesta, algo intenso y aislado, igualito que lo de las mascarillas. Luego piden la ilegalización de supuestos partidos terroristas, sin embargo proclaman el amor con virajes a China, pactan con la ultraderecha, trabajan por España bajo el mantra de la claridad y la transparencia de día. De ahí la sangre.

Resulta que los votantes de Isabel seguirán votándola, porque ellos no son de Ayuso, ellos son Ayuso. ¿Cómo renunciar al altruismo cuando vienen mal dadas? Se lo deben. De ahí las lágrimas o las proclamas de ¡A. Valiente, A. Presidente! En eso consiste vivir a la madrileña, en perpetuar la corrupción. Ya se sabe que en algunos barrios hay que perder a un ser querido (y Casado) para pensar en el bien de los demás. Y lo peor; todo lo mencionado es absolutamente triste, pero cierto.

Ilustración: Javier Vidal ama a Isabel Ayuso

Matarile al maricón

Sucedió en La Coruña, a miles de kilómetros de Emiratos Árabes o Pakistán. La víctima tenía veinticuatro años y un teléfono móvil. Recibió una paliza al grito de ¡maricón! Así funcionan los crímenes del odio, aunque el odio no sea un sentimiento que flote en el ambiente en busca de un objeto en particular o, en este caso, la cabeza de Samuel. Necesita un detonante, un gesto percibido por trece personas con dificultades para distinguir lo común de la normalidad. Y entonces un chico muere por el miedo que genera en otros vivir sin temor su género y orientación sexual. Queda claro, por los restos de sangre en el suelo, que ese día aún queda lejos. Las coronas de flores y la solidaridad llegaron antes.

Si levantamos la vista, resulta evidente que el poder se concentra en las manos y puños de los hombres. Son ellos los que parecen decidir cuándo una vida ya no merece ser vivida, dónde el tiempo se detiene mientras el mundo gira. Se trata de un dominio perverso, de ahí que el sistema (medios de comunicación, VOX, PP, hombres de negocios y trabajadores) se rebelen contra el feminismo, el único movimiento agresivo no violento, multirregional y multilingüe que ha decidido plantarles cara.

Resulta extraño hablar de una muerte provocada. En ese contexto, el de varios jóvenes a la puerta de una discoteca, se siguen unas pautas. La palabra hace, el cuerpo sigue, la identidad es acto y, finalmente, la sexualidad implica enfrentamiento. Cada vez que un ser humano perteneciente a un colectivo minoritario pierde la vida de esta manera, todos pedimos justicia. Hacerla esperar sería la mayor injusticia de todas. Menos mal que la homofobia está superada en España…

Ilustración: desconocido

El día en que las cañas vencieron a la razón

Como procede en estos casos hay que felicitar al vencedor. De una forma apabullante, el PP ha confirmado que Madrid es su coto hostelero al fondo a la derecha, centro del neoliberalismo más trumpista y un ocio que alcanza el estatus de negocio 24/7 con 15.000 muertos en su haber. Porque así se las gastan por aquí mientras sus votantes ignoran el programa, pero disfrutan del bien más preciado del hombre: la espuma de una caña bien tirada.

De la razón y la mesura sólo cabe añadir que dan malos resultados electorales; el alma y la verdad resultan irrelevantes frente a la bilis, y la dignidad de la derrota escuece tanto como una almorrana. Nos queda un consuelo: por fin Pablo Iglesias dejará de ser origen capilar de todos los males que asolan España.

Es en momentos así cuando uno piensa en cambiar de ciudad, comprarse unas chirucas e intercambiar polución por polen, tíos que corren por el carril bici por culebras, fiesta por patata con sabor a patata. La idea se me quita rápidamente de la cabeza al darme cuenta de que, por una vez, los perdedores son jueces y los que celebran, los acusados. Nos vemos en 2023.

Las dos caras de la misma mentira

Lo más fascinante de la mentira es su capacidad para llevarnos lejos. El problema es volver, aunque en los últimos años muchos se han labrado una carrera reforzando las convicciones más erróneas de otros muchos, como si de pronto esos supuestos iluminados fueran capaces de moldear la realidad para adaptarla a nuestra propia conveniencia, una forma de mentira elevada a la categoría de hoja de ruta. Y así, el tiempo cumple con su cometido y despeja las dudas, derrite lo que la franqueza esconde. Entre la sombra y el claroscuro aparece el flash sobre las dos caras de la misma mentira, estadísticas mediante.

Por primera vez el doctor Jekyll y señor Quirón, el crimen y la huída en coche, el villano y su madre, en definitiva, la sintonía entre pares complementarios y dependientes confluyen en la cara de Santiago Díaz Ayuso, a la derecha, e Isabel Abascal Conde, más a la derecha si cabe. Porque a veces hay que ver para creer, sabiendo que la mentira jamás se deshace, ni siquiera con la vela de la verdad por delante. Mismo iris, boca sin complejos, cejas en forma de gaviota y cruz gamada a media hasta. Entre medias, una mujer en el cuerpo de un fascista y un hombre en la cabeza de una disfrutona.

Nos queda la duda de saber qué piensan de verdad los dos responsables —merecen el calificativo aunque cueste— de convertir la ficción en titular diario, la política en bidones de gasolina y la insensatez en argumento político inapelable. Verlos así, en odio y compañía, nos da una idea más clara de que el antagonismo de su dualidad se resuelve con un voto que los equilibre y deje fuera. No a Vox ni al PP. Nunca.

Ilustración: Rafael Mateos

La vacuna de la vergüenza

Manuel Villegas. Consejero de Salud de Murcia (PP) junto a otros 400 elegidos (a dedo); Esther Clavero. Alcaldesa de Molina de Segura (PSOE); Jesús Fernández. Alcalde de El Guijo (CDEI); Sergi Pedret. Alcalde de Riudoms (JxCat)… y la lista continúa, con amplía mayoría de PP y PSOE. Pues bien, se trata de los políticos que han decido vacunarse, suponemos que por formar parte del grupo prioritario: residentes de centros para ancianos, personal sanitario y sociosanitario. Lo peor son las excusas, «sobraban vacunas y por mí y todos mis compañeros», ¿sus compañeros? En realidad fue para dar ejemplo y dedicarle los 365 del año a la gestión de una larguísima pandemia que ha demostrado la inutilidad del ser humano, excepto en lo relativo a la ciencia. Ahí hay que reconocer que el algoritmo de Facebook sorprendió a cronopios y magas con la invención del remedio.

Es curioso, pero solo hay que mirarles a la cara para darse cuenta de que muy listos no son. Lo que nos lleva a inferir que por eso decidieron entrar en política, el arte de vivir en una sociedad de clases y clases, siendo ellos meros servidores públicos. Así miran a cámara entre despreocupados y carroñeros, convencidos de que un perdón publico a tiempo entierra la vergüenza y de paso pasamos a otra cosa, quizás a una fase en la que los únicos ciudadanos ejemplares sean ellos. «Vivir, dormir, tal vez soñar» que decía el príncipe de Dinamarca.

Ahora habrá que volver a pincharles, no sea que desperdiciemos dosis en personas desperdiciadas para la sociedad. ¿Sirve de algo que dimitan? En todo caso por feos. Al final después de estos vendrán otros, y después otros, y el mundo seguirá pensando que los mayores deberían de estar muertos. Ya vivieron lo suyo, es hora de sangre de Tik-Tok. Ante semejante vileza uno llega a varias conclusiones que en realidad son dos: ser político podría considerarse una ocupación a tiempo parcial, como poner copas y, no serlo es, sin duda, todo menos «un dilema intentado salvar sus dos caras a la vez».

El exilio interior de los votantes de Carmena

El exilio interior resume a la perfección lo que vivieron muchos ciudadanos que decidieron permanecer en su país de origen durante la represión que siguió a la victoria de diferentes regímenes totalitarios en toda Europa, y por ende en un mundo conectado por el 4G.

Algunos, no se sabe muy bien si por su escasa vinculación política (crítica) o simplemente porque tenían la hipoteca pagada y a los niños en edad de ir a la universidad, decidieron hacer el camino contrario al de intelectuales hirsutos, mencheviques, Buñuel, antifascistas de palabra y acción, Thomas Mann… sufriendo una enorme exclusión social muy similar a la que vivirían más tarde los «cobardes» que salieron corriendo con toda su vida contenida en una maleta de cuero desgastado.

En ese viaje hacia ninguna parte nos encontramos la mitad de los madrileños, votantes confesos de Carmena que, salvando las distancias, intentamos lidiar con la amarga sensación del que pierde algo ante la mayoría, mitad impotencia mitad rabia, unas irrefrenables ganas de irse a vivir a Alemania o a Malta, o directamente miedo porque el futuro se parece poco a un presente que, sin ser ni mucho menos perfecto, tenía un punto limpio en el corazón de la señora mayor con los ojos de adolescente perpetua.

Es verdad que con el nuevo alcalde Milhouse no habrá brillantes cuchillos bailando en la oscuridad de la noche, ni capuchas alrededor de nuestras cabezas, ni silencio en lugar de música o desaparecidos rebasados por la derecha —al menos en el carril bici—, pero, de pronto, como en un truco de magia desplegado dentro de una urna, esta ciudad se parece más al París del invierno infinito, a una postal sin un beso de despedida, a esa casa convertida en una jaula.

Ahora nos toca ser de ningún lugar y de Madrid al mismo tiempo.