Hoy me ha pedido perdón por no quererme

Hoy me ha pedido perdón por no quererme. Lo hizo con un mensaje de texto, en voz baja. A veces, las cosas se escriben para huir, única forma de que existan. De pronto la costumbre da paso al recuerdo, lo vivido adquiere la dimensión del sueño. Sí, fuimos el tiempo en los años y esos años en los que la vida reclamaba un espacio para dos ahora disuelto. ¿Realmente vivimos? He tenido que leerlo varias veces para caer en la cuenta de que ahora, solo y con las manos manchadas de pintura, soy consciente de estar viviendo. Extraña forma de latir, siempre hacia delante, siempre mirando atrás un poco.

Nunca sabremos si es mejor callar, huir, enviar un mail o dar explicaciones. La ruptura convierte cualquier razón en algo superfluo, innecesario por doloroso, un intento de pegar cristales para recomponer reflejos de dos por separado, espejo raro. Estamos, sí, en cada destello, también en ninguna parte. De ahí que nunca haya una manera de hacerlo bien. Quizás civilizadamente, peor.

El amor ya no se sirve. Entonces me levanto de la mesa, doy las gracias y cierro al salir. Ni la ausencia asesina ni el dolor dignifica las desgracias. Queda un consuelo al que aferrarse que depende del tiempo, el mismo que nos deshizo. Hoy me ha pedido perdón por no quererme, repito. Guardaré la frase en la memoria y, dentro de unos meses, puede que en invierno, la leeré en voz alta frente al sol que se desliza por detrás del parque de Islas Filipinas. Sonreía, dirán los corredores que me vean. Y así con todo.

Ilustración: Guy Billout

Ya no sé quién eres

Sucedió de repente, tras años de tardes y mañanas con sus madrugadas al borde del colchón. Creímos intuirnos, saber lo que pensaba el otro en otra lengua. En algún momento prescindimos de sujeto y predicado, incluso de los actos que los acompañan, tal es la manera de latir de cada uno, muy juntos, cuerpos flacos en espacios separados por tabiques: yo tras las ventana con vistas a un muro de cal, ella en la habitación de la escalera, un invento que sirve para colocar la ropa. A veces, comíamos pronto, poco, tomábamos el sol por puntos cardinales, el este y el oeste en una casa del centro de Madrid. Con la noche, ella abría una botella. A mí me gustaba ver cómo es posible vaciarla sin ayuda. La felicidad es eso que no sabes que pasa.

El tiempo sutura a los números pares, aunque viene mal para la piel, es cierto. Entonces todo tiene una razón que se comparte. Un viaje a Suecia, dar vueltas alrededor de la manzana, regresar pronto y reconocer su olor en los cajones, el desorden nuestro. Como siempre, todo cambia cuando lo damos por sentado. Si el amor tiene algo de accidente, la ruptura es el lugar por donde sangras. Y la distancia ahoga lo que va hacia dentro, disuelve vínculos inoxidables.

Ahora ya no sé quién es, o eso me digo. Los silencios tienen otro volumen, implican decir en alto lo que preferíamos guardar al otro lado. Eso fue antes. De nosotros queda lo vivido, más tarde un recuerdo de dos que apoyaban los codos en la mesa y veían al mundo despertarse. Sé que volveré a reconocerla, en el movimiento de las estaciones, en el rumor de esos años que me enseñaron a agradecer sin pedirles nada a cambio. Tampoco importa. Tuve la suerte de romperme frente a ella, de espaldas a un verano en el que todo arde.

Ilustración: Guy Billout

De la soledad de nosotros

¿Qué parte de la soledad procede de un cambio brusco en las costumbres? Durante años, se compartieron migas y paseos en círculo, también caricias, cama, vida acuática. Hasta que una mañana, podría ser de lunes, en el reflejo sólo hay uno y un solo cepillo de dientes. Los espejos tienen eso, que nunca mienten, de ahí que estar solo se parezca tanto a estar dormido. Nada ha cambiado, ni siquiera el sueño. Mismas paredes, misma luz a borbotones entrando por la ventana y ese aire cargado de siesta. En la intersección, la novedad se hace pura soledad. Y no son ni las diez de la mañana.

El día discurre con la extrañeza del que sabe que le falta algo y anochece. Compañía, otro olor, pelos, la cadena del retrete en marcha ya muy tarde. Nadie controla la basura y la nevera pasó de representar a los supervivientes a convertirse en ataúd para el hielo, con sus zanahorias bio y la mantequilla que acompaña a los platos de pasta. Se tiene menos hambre cuando se come con uno mismo y el recuerdo de una digestión pesada. Ahí vivir en un octavo resulta útil, pues desde lo alto se divisa un mundo feliz, redondo y a lo suyo.

Ya estando juntos estuvimos solos, incluso más tristes. Era el desamparo del que corría sabiendo que su corazón tenía eco en otro pecho, sincronías del ventrículo que falta. Porque todo se para, de ahí que deshacerse implique un proceso similar al de la materia: ni se crea ni se destruye, late de otro modo y nos transforma. Mientras sucede, hice caso a mi amigo Toni y compré otro cepillo de dientes. «Te hará sentir acompañado», dijo. Y es verdad.

Ilustración: Guy Billout

La Nochebuena de la gente sola

La Nochebuena de ayer fue universal. Por una vez, millones la pasaron con la compañía de una botella de Matarromera, una ensalada de rúcula y la mirada de un perro a los pies de la mesa. Aquellos con suerte sentirían la presencia de otros miembros confinados al otro lado del tabique. No pudo ser lo de viajar para abrazarse, como tampoco regresó una normalidad cada vez más diluida, tanto que olvidamos a qué huele. Frente al polo negativo de las cosas, el positivo en antígenos, único pasaporte que evita el movimiento y además lo justifica. A veces la ciencia resulta conveniente, aunque sólo funcione a largo plazo, precisamente el único que ha dejado de existir. Vivimos tiempos salvajes, tiempos sin planes.

Tampoco se nos dio tan mal. Estas cosas salen sin darnos cuenta, como el que da tres sorbos y cae en la cuenta de que ya va pedo. En Madrid llovía contra las ventanas y de vez en cuando un fuego artificial iluminaba el cielo. La televisión se llenaba de cantantes tristes, más pendientes de volver a casa que de colgar guirnaldas de supuesta música. Había algo en el ambiente, el mismo algo que llevamos por dentro de las uñas y sale ahora, en compañía de nosotros sin nosotros, o al menos de la parte celebrante que ahora resta las noches. También las buenas.

Puede ser que en soledad seamos bestias o dioses. Me inclino por una mezcla de las dos. Peor es la melancolía entre gente conocida o en familia. Otra vez recurrí a las canciones de Sinatra y Sondheim. Así la casa se llenó del jolgorio perdido, de esas Navidades «de las de antes». Sí, también podían ser muy tristes, sin embargo avanzaban frente a paisajes cambiantes, permitían sestear y despertarse en otra parte. Levanté la copa un 25 de diciembre. Lo hice por los que ya no están y a pesar de todo siguen estando. Frené en seco; y entonces la noche pasó para volver a empezar. Y así los años.

Ilustración: http://www.johnholcroft.com

¿Todos los humanos nacen siendo buenos?

«Todos los seres humanos nacen siendo buenos». Con estas palabras, Choé Zhao recogió anoche su Oscar a la mejor dirección por «Nomadland». En un momento en el que la intolerancia, la maldad y el asco —manifestación más primitiva del odio— dominan debates, paredes y aceras, sus palabras resuenan de una manera especial. Quizás el hecho de ser mujer y la primera asiática que recoge la estatuilla en esa categoría también influya. No miente. Su película muestra a un grupo de nómadas incapaces de encajar en cualquier sitio por fotogénico que sea, incluso dentro de ellos mismos. Ni siquiera la libertad de moverse en furgoneta basta para dejar atrás una evidencia atroz: son gente buena, y además están solos en una cadena de montaje.

Resulta que la bondad innata es limitada. Somos capaces de reconocer el bien y el mal y, sin embargo, debido a la lógica de un mundo apuntalado en el «nosotros» contra el «vosotros», terminamos haciendo(nos) daño. Los personajes de esta historia representan ese «nosotros junto a vosotros», una comunidad aparte que, al igual que su directora, se empeña en perfeccionar la ayuda al prójimo, el intercambio de historias como ungüento, el disfrute colectivo de una puesta de sol en torno a un bidón de gasolina.

Más allá del debate sobre lo buenos que un día nacimos y lo malos que acabamos siendo antes de que la muerte nos separe (de nuevo), aferrémonos a la mirada de Frances McDormand, acuosa, firme, ceñida a la siguiente curva. De pronto, Fern, un personaje que encuentra en la huida la excusa para levantarse cada mañana, es capaz de explicar sin palabras que el mayor acto de generosidad es la bondad, en el buen sentido de la palabra y el cine.