No recuerdo exactamente la primera vez que utilicé YouTube. Debía de ser el año 2005 (año arriba año abajo), pero sí el lugar y el vacío generado por mi exageradamente curvilíneo y sólido culo: fue en un despacho de química orgánica de la UAM en el que la mejor parte de mi anatomía descansaba sobre una silla de textura rugosa que sostenía un cuerpo menudo bajo una cabeza provista de dos ojos vidriosos que no podían despegarse de la pantalla en la que Danny Gatton, guitarrista tejano de dedos rechonchos y pétreos que martilleaban sin piedad una vieja Telecaster, exhibía su talento delante de un horrible fondo azul.
Ahí, entre vapores sulfurosos, acentos del sur de los Estados Unidos, papel Albal (sí, de aluminio) y conocimiento microscópico asociado a sueldos ínfimos, fui testigo de esa revolución a base de ceros y unos que sucedía delante de mí mientras todos los demás hacían la compra: Internet y su nueva manera de entender el mundo, la democratización de un saber impreso en papel y hasta ese momento destinado a los más listos, a los huéspedes de bibliotecas públicas y privadas y a los niños más osados que espiaban a sus respectivos papás en su visionado matutino de porno dominical en VHS. El mundo estaba conectado, unido, desde Pakistán al Borne, desde las cloacas hasta la luna (ese sueño húmedo del sol), todos éramos iguales en un medio acuoso en el que era posible vivir existencias paralelas, asumir identidades idílicas detrás de «alias ideales», hacer carne la idea más utópica y voladora, en definitiva: ser libres y además poder contárselo a los demás en tiempo real.
Curiosamente ese tiempo siguió pasando de la misma manera, quizás incluso más rápido, y nos dimos cuenta de que el invento revolucionario era simplemente una manera de enriquecer a unos pocos con una simple pero nada evidente diferencia: creíamos que eso sería lo último que podría pasar, imposible, porque ahora no estábamos solos, teníamos amigos de verdad, personas que nos daban siempre la razón, nos elogiaban cada día, incluso cuando decíamos gilipolleces, nos escribían en el muro que «éramos grandes» envuelto en polvo de estrellas y si no lo hacían era tan fácil como insultarlos, bloquearlos, sacarlos de nuestras vidas sin miedo a las consecuencias en la otra orilla, un mundo -el de los sentidos de carne y hueso-, que desaparecía paulatinamente porque ya se sabe que la verdad duele y por tanto es mejor que se mantenga acurrucada en el ángulo muerto.
Finalmente ahora, 2018 después de Cristo, y en el Congreso, en el parque o en la calle o en la oscuridad de nuestro cuarto sin ventilar, nos damos cuenta de que nada es necesariamente mejor, quizás sí más inmediato, y la realidad nos llega sin filtros, de la mano de aficionados que generan tendencias incurriendo en exageraciones y extravagancias para llamar la atención, las mismas que vienen envueltas en tonos pastel after-FX que ayudan a su digestión y que nos dejan a unos pocos (no somos muchos pero sí estamos cabreados) con la sensación de que casi todo es mentira y que la respuesta no vive en Internet sino en el interior de la vagina de Asa Akira.