Radiohead, radiojed. Da igual las veces que lo repitas dentro de tu cabeza. Estas dos palabras —sacadas de una canción del grupo neoyorquino Talking Heads— representan (sin querer) una enorme extensión de incógnitas con un denominador común: «la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír».
Después miro las caras de esos cinco chicos de expresión triste, casi ausente, miembros del que sin duda es el grupo de música más importante de los últimos treinta años, y cuesta entender de dónde viene esa capacidad innata para que suceda todo aquello a lo que aspira cualquier músico… sin tan siquiera intentarlo.
Porque el espíritu de esta banda indescriptible, mitad sublime, cercanamente inalcanzable, mitad de un futuro mucho mejor, recorre los bastidores de las canciones del resto, «grupitos» que intentan escribir música mirándolos a ellos, sin preguntarse quiénes son en realidad, es decir, por las razones equivocadas. Y no es el éxito, ni tocar delante de miles de personas en otro festival, no. El verdadero músico no nace ni se encuentra, simplemente se construye, de la misma manera que la materia se transforma.
Resulta que todavía se atreven a seguir sorprendiéndose(nos) y en lugar de recuperar unas cintas robadas a cambio de un «rescate» de 150.000 dólares las cuelgan en Internet durante 18 días, los mismos que lleva lloviendo en la ciudad inglesa de Wellingborough, lugar de nacimiento de un niño más bien feo llamado Thom. Los demás, periodistas musicales, amantes de la belleza, ladrones de bicicletas y vendedores de carne, sentimos que ha llegado la Navidad en pleno mes de junio simplemente dando al play.
Radiohead, radiojed… y el mundo, de repente, es un lugar menos extraño.
