Nadal, el amor por el proceso

Existen muchos prodigios en la historia del deporte, tantos como personas extraordinarias fuera de él. Jesse Owens, Mohammed Ali, Nadia Comaneci, Bruce Lee, Pelé, Michael Jordan, Usain Bolt… la lista es extensa y, sin embargo, excluyente porque a las condiciones físicas extraordinarias de todos ellos —sin duda eligieron la actividad para la que estaban diseñados desde el punto de vista genético— se unieron ciertos factores imposibles de recrear de manera consciente: nadie los esperaba, simplemente estaban en el lugar y el momento preciso.

Sería imposible elegir a uno por encima de todos de igual manera que parece una tarea inútil establecer si Messi es mejor que Di Stéfano, o Navratilova mejor que Steffi Graf por la sencilla razón de que en el proceso incluiríamos criterios estéticos, tendencias subjetivas y algo irracional pero intransferible como son los gustos.

Llegados a ese punto de no retorno y como no podía ser de otra manera hay un chico llamado Rafael Nadal Parera, nacido Manacor hace treinta y tres años, provisto de todos los atributos de los deportistas mencionados anteriormente que se distingue por un brazo izquierdo sobredimensionado, una cabellera en continua regresión y un elemento que le convierte en un ser humano insensible al desaliento. ¿Trabajo, humildad, ambición, perseverancia?

La respuesta es sí y después no. Y es que sin duda él solo, bajo esa cinta de Nike y un sol revoloteando sobre su entrecejo a cada saque, es el mejor ejemplo a la hora de demostrar que el amor por el proceso es tan importante como la meta y el cheque cargado de ceros.

Fui su chófer en un campeonato. Le pregunté a un Nadal todavía adolescente que por qué jugaba al tenis. Él se quitó los cascos, me miró con la expresión de una cría de chimpancé y me respondió muy bajito:—Porque me encanta.

Seguí conduciendo con la seguridad del que se desplaza con una leyenda a 80 kilómetros por hora y en un Rover 75 color estrella.

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