Haced la prueba. Deteneos un segundo, tal vez diez. Olvidad el virus y la furia, el exceso de velocidad de un mundo en el que la urgencia se impone como única alternativa a los pulmones, precisamente porque el futuro —si es que esa palabra y sus variables perfecto e imperfecto no perdieron parte del significado atesorado hace unas horas— nunca existió en el ahora, porque de nada sirve anticipar el tiempo si el presente es un ramo de flores marchitas y nervios, de anhelos, miedo y contratos.
Cerrad vuestros oídos, domad el aliento, abrid el alma izquierda, olvidaos del espejo, la máquina y el neón porque ahí, tan lejos y tan cerca de las orillas de un cuerpo tan frágil, se encuentra la vida y su millón de estrellas, la luz que al iluminar prescinde del reflejo cegador, un instrumento convertido en carne y fascia, la luna en nardo creciente, el sol en narciso y gladiolo, el único colchón que es hierba, intransferible porque es tuyo y lleva tu nombre de agua.
Entrad. Huid del conformismo y la gripe. No + nos + aceptemos, ni adquiramos las ofertas al ritmo del tambor de guerra. Respirad. Otra vez más. ¿Lo veis? Está todo bien. No es tan difícil. Despejada la niebla el día se hace latido, la piel recupera el surco, la música resuena al otro lado y nosotros, solos alrededor de un esqueleto-perla, entendemos que vivir es nacer a cada instante. Entrad. El resto es miedo en descomposición.
