Se acabaron las conversaciones sobre Cataluña y la falta de lluvia, sobre lo cerca que nos ronda la primavera y la visita de un tal Nick Cave a Madrid. Todo gira en torno al virus que convierte los estornudos en faltas de respeto, estrechar la mano en comportamiento de riesgo y a los supermercados en las nuevas trincheras. Pero ¿cómo es posible que el mundo haya cambiado tanto en tan poco tiempo? Estos son algunos de los indicios de un Apocalipsis de lo más decepcionante, porque si «this is the end» mejor inventarnos un presente distópico con más glamour; hombre, por favor…
Y es que, como no podía ser de otra forma, Ortega Smith, xénofobo, racista y alto, se dejado contagiar por un virus extranjero. Como consecuencia del mismo, el Congreso, y por tanto el proceso democrático, goza de mejor salud y, de pronto, la tan denostada sanidad pública —herida de muerte por los recortes y la privatización— «cumple con todas las garantías para hacer frente a la epidemia». Por supuesto, nada de chistes sobre la corona y la enfermedad: ambos le salen carísimos al erario público.
Mientras tanto, el populacho sale en masa a comprar papel higiénico y Coca-Cola —combinado de moda—; no hay peleas entre Instagramers por infectarse los primeros; los mensajeros pedalean por las calles sin beneficiarse del tele-trabajo y ¿quién se acuerda de los padres, esas criaturas encerradas en pisos con niños aburridísimos? Dios ha enviado una plaga —o quizás fue Jose Manuel Soto— y además es invisible, precisamente porque el virus siempre vivió en nosotros, seres ¿humanos? del sálvese quien pueda hecho mantra. Y así pasamos el tiempo, entre mascarillas, con las manos limpias y el corazón más negro.
