El pasado viernes y dentro del cliclo Sound & Vision organizado por el futurible presentador de La Sexta, David Martín Page, se proyectó el documental «Little Girl Blue», historia en imágenes de la que es la primera y quizás última reina del rock con permiso de PJ Harvey: Janis Joplin. Se trata de un documento devastador sobre las ansías por encajar en un mundo-trampa de una niña con acné y el pelo fosco que obtuvo el título al hombre más feo del campus otorgado por la fraternidad Alpha Phi Omega. Previsiblemente, su vida terminó a los veintisiete, momento en que comenzaba a vivir según su particular visión, según un son sin par.
Y es que, al igual que la música se convierte en estímulo nervioso al alcanzar la cóclea de nuestro oído interno, la industria y sus tentáculos 360 han hecho que los músicos se olviden de algo mucho más importante que la popularidad, lo viral y el todo vendido, los Grammy y las listas de éxitos, y Janis, mujer prematura a una edad en la que los jóvenes sueñan con ovejas eléctricas, lo sabía. Porque se trata de que tu música te represente, que resuene en un espacio que es a la vez intersección entre el alma y el cerebro, que solo se encuentra en ti y no en la aceptación del resto.
Los grandes músicos desaparecen encima del escenario, se transforman como el sonido. En realidad son sonido en (des)composición y crecen y mueren a través de su música. Janis no tenía que buscar nada, simplemente se limitó a ser la voz del trueno y el corazón fino, el enésimo mártir del rock rebelándose contra la carga de ser todo para todos. Ya lo decía Harry Crews, «queremos ser músicos y además famosos, pero ¿por qué?; porque no amamos lo que hacemos». Apliquémonos el cuento. Janis al menos lo intentó.
